Desde mi primer viaje a Oaxaca me deslumbró la intensidad de sus rojos y sus amarillos. Me cautivaron los olores y sabores del chocolate molinillo, de las tlayudas y el delicado sabor del mole amarillo.
Me conquistó la pureza de los Oaxaqueños y la imaginación desinhibida de sus artesanos. No existía en mi familia sensibilidad artística y sólo el rodar por el tiempo y por el mundo, me llevaron a encontrarme con la obra de Tamayo y Toledo, esos artistas tan oaxaqueños como universales a quienes por entonces desconocía.
Tendría quince años cuando mis abuelos, más confiados en mi juventud que en mi experiencia, me pusieron al volante de su lujoso Pakard, para que por una carretera sinuosa, hostil e interminable, los condujera hasta la bella Antequera -así llamaba mi abuelo a Oaxaca porque así la llamaron sus ancestros. Después de pernoctar una noche en Izúcar de Matamoros y de sobrevivir a algunos momentos críticos que generados por mi desparpajo al manejar; soportaron con gran entereza mis irresponsables abuelos; llegamos por fin a descubrir el inabarcable patrimonio cultural que hizo de Oaxaca una de las provincias más apreciadas por el turismo; aunque ya desde entonces, en el abandono y la pobreza de la región, se notaba la miopía y la rapacidad de la pandilla basura que nos gobernó por décadas, sembrando los vientos negros que hoy, convertidos en tempestades asolan esa región.
Una huelga de maestros iniciada en mayo y reprimida en junio con la torpeza característica de Ulises Ruin -sic- (quien como los Montieles, los Marines y la Gordillo, pertenece a la escala más inferior de la raza humana y por lo tanto desconoce atributos tan elementales como la vergüenza o la dignidad) desembocó en una insurrección social a la que aprovechando el viaje, subieron los vándalos que están defendiendo con palos, piedras, petardos, bombas molotov, barricadas, fuego y juicios sumarios; su derecho a desestabilizar y violentar a la ciudadanía oaxaqueña, y a atentar contra la legítima libertad de transitar y trabajar libre y pacíficamente en su ciudad, y lo más irreparable de todo, contra el inalienable derecho a la educación que como todos los niños del mundo, tienen también los de Oaxaca, quienes frustrados e impotentes, hoy cuentan ya tres meses con sus escuelas cerradas.
Me niego a creer que los causantes de tanta brutalidad sean maestros; pero si lo son, sería deseable que jamás volvieran a pisar un aula. Mal y tarde ha llegado la fuerza policiaca que equipada con escudos, toletes y la orden explicita de tratar a los vándalos como a señoritas de alta sociedad, difícilmente logrará restaurar el orden y mantener la paz más allá de algunos meses; si las instituciones que tienen el poder de hacerlo, no se deciden a sacar a Ulises Ruin legalmente -o a patadas- o de otra manera, que el mismo Ruin, en cumplimiento de aquel pronunciamiento que en su toma de protesta está obligado a hacer todo gobernante y que termina diciendo: “y si así no hiciere, que la sociedad me lo demande”; entregue las llaves de motu proprio y se largue mientras pueda.
Según me explican, es altísimo el riesgo de sentar el precedente de que grupos subversivos pueden, ejerciendo presión con violencia, salirse con la suya; pero a mí, que enojada como estoy se me ocurre pura tontería, me parece que no estaría mal que la caída estrepitosa de Ulises Ruin, quedara como muestra y escarmiento para que quienes aspiran a puestos públicos, sepan que, o se ganan legítimamente -esto es con autoridad moral- el derecho de gobernar, o los echan a patadas como más tarde o más temprano tendrán que hacer con Ruin, si es que antes no se va él solito.
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