Se dice que la polarización del país se origina en dos proyectos distintos de “nación” que, dependiendo de quién nos gobernase, conducirían a rumbos diametralmente opuestos. Me permito reiterar mi desacuerdo con esta explicación. Ningún país democrático se forja con “proyectos” excluyentes. Si los puntos de vista políticos y económicos están firmemente asentados, tengan o no el poder del Ejecutivo, estarán siempre presentes en la lucha parlamentaria, que es la que, al fin de cuentas, constituye el caldero en que se condensan las políticas públicas. Ni Alemania o Francia, ni Costa Rica, España o Italia, ni Portugal o Estados Unidos son distintos a sí mismos en su identidad fundamental porque los gobierne el partido de la izquierda o el de la derecha, si es que lo hacen en apego a las reglas democráticas y el Estado de Derecho.
Todas estas naciones, que han aprendido con sangre y fuego las enseñanzas del liberalismo político y han sabido implantarlas en sus regímenes de Gobierno, moldean su evolución económica, política, social y cultural a partir de la elección colectiva de rumbos alternativos que constituyen ciclos con principio y fin.
La “era” de Felipe González fue terminada con el inicio de la de Aznar, la de Berlusconi con la de Prodi, la de Reagan con la de Clinton, la de Mitterrand con la de Chirac y así sucesivamente.
Es la naturaleza propia de lo que el sociólogo chileno Norbert Lechner, llamó tempranamente en el libro del mismo título “la conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”. No hay orden final, sólo ordenamiento interminable.
Más aún, la supuesta polarización entre “izquierda” y “derecha” en el mundo actual ha llevado sistemáticamente a la convergencia al centro. Se dice, no sin ironía, que cuando gobierna la derecha se encarga también del programa de la izquierda y viceversa, que cuando la izquierda gobierna lleva a cabo las tareas de la derecha. Todavía más, la distancia electoral entre “polaridades” es cada vez más reducida.
Entre los comicios recientes que han mostrado esta irreductible realidad están los de Alemania, Costa Rica, Italia y Estados Unidos. En ninguno de ellos la cerrada competencia fue motivo de depredación o corrosión de las instituciones políticas, como está ocurriendo en México.
Sea quien fuere el que presida el Gobierno en los próximos tiempos se enfrentará a dos graves realidades. Contará con una Presidencia cada vez más debilitada y hasta atrofiada, y enfrentará retos resistentes a los reduccionismos ideológicos con que se suele torturar la realidad en la competencia por conquistar el poder.
¿Dónde está pues el origen de la polarización? Lo que el ya no tan “nuevo” filósofo André Glucksmann, siguiendo a Hegel, llamó la “ascensión a los extremos” no proviene del disfraz ideológico del que se recubre la polarización (aunque la ideología importe para dar visibilidad o producir ceguera), sino de la forma en que está estructurado el régimen político.
En los últimos 20 años los esfuerzos democráticos se aplicaron fundamentalmente a la construcción del sistema electoral y de partidos. El primero debía garantizar certeza y equidad en los comicios. El segundo, hacer posible una oferta que respondiera a la diversidad de intereses de los ciudadanos. Ambos recibieron cuantiosos recursos para cumplir su cometido.
El siguiente escalón era la reforma de las instituciones de Gobierno heredadas del sistema autoritario y moldeadas por y para su funcionamiento. La organización interna y las relaciones de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial; la relación entre los estados y la Federación, la reforma del Distrito Federal, la reconstrucción del municipio, la transformación del sistema de justicia para combatir en serio la corrupción y dar acceso a la protección de las leyes a una sociedad tradicionalmente divorciada de ella por las malas prácticas de unas y otra.
Pero la distribución del poder resultante del pluralismo brotado de las reformas electorales produjo un empate, una parálisis que detuvo la segunda etapa de reformas.
Las fuerzas políticas descubrieron que en las circunstancias presentes es más ventajoso polarizar para paralizar al adversario que converger y cooperar para que el país avance.
Las primeras víctimas fueron la comprometida reforma del Estado y las llamadas reformas estructurales de la economía. Muchas leyes se aprobaron, pero ninguna de la trascendencia requerida para abrir una nueva etapa en el desarrollo democrático de México. Ninguna para emprender la segunda gran reforma del régimen de Gobierno autoritario.
La excepción que confirmó la regla fue la Ley de Transparencia. Los partidos políticos, fortalecidos por las nuevas condiciones de competencia electoral, se transformaron en organizaciones con doble poder: el obtenido en las posiciones de Gobierno conquistadas en las urnas y el poder fáctico para neutralizar por fuera a los órganos de Gobierno y las instituciones en función de intereses de grupo, tribu o mafia. Nada que no sea la conquista de una nueva hegemonía puede satisfacer su apetito, pues gobernar sin ella en un régimen de poder sin reforma democrática es un sinsentido.
De ahí la polarización como vía para la descalificación del contrario y la toma del poder; de ahí la ausencia general de compromiso con la reforma del Estado pendiente. Es al menos irónico que la Presidencia por la que tanto se ha peleado, sea hoy, a diferencia del pasado, una Presidencia débil que al perder el dominio de la política nacional se ha vuelto el apéndice atrofiado de un sistema político en bancarrota.
La ironía se consuma en la posibilidad trágica, siempre latente, de que el cerrado pleito por la silla embrujada sea el principio de la implosión del sistema en su conjunto en una crisis política que por lo que se ve ya nadie podrá detener.