¿Cómo recibió el 2006? Espero que no haya tomado en cuenta las recetas propuestas por las brujas de la televisión para “amarrar” el amparo de la Divina Providencia: calzones rojos, cuarzos de colores, barridas, hierbas raras y, claro, cualquier cantidad de llamadas telefónicas al número en pantalla. Sé que usted no lo hizo, por eso le propongo un diálogo distinto: hablemos de pingüinos. Asocio a estos animales con muy diversas situaciones, como la del pobre Willy, el pingüino de caricatura que siempre tenía frío, por lo que envuelto en su bufanda, emigraba hacia la Florida viviendo numerosas aventuras. También recuerdo a uno de los más simpáticos enemigos de Batman, que al pasar del cómic y la serie de T.V. al cine, adquirió una imagen tétrica y repulsiva. En Misery, de Stephen King, un pingüino fue el delator involuntario del escritor secuestrado que, habiendo recuperado el movimiento, es inutilizado permanentemente por su loca admiradora, quien le despedaza las piernas.
En los zoológicos donde es posible admirarlos, los pingüinos se muestran como criaturas encantadoras, que parecen estarse divirtiendo todo el tiempo mientras nadan contra la corriente de lagunas artificiales, juegan con pelotas y piden aplausos. Quienes navegan al sur regresan fascinados con ellos y si el viaje es por Internet, uno encuentra las connotaciones más extrañas al respecto. Yo acabo de ver un documental acerca de los pingüinos y esta es sin duda una de las experiencias más conmovedoras que recuerdo. Nacional Geographic editó y publicó en 2005, en video, un documental tan bello, interesante y conmovedor que merece la pena comentarse y compartirse. Se trata de “La marcha de los pingüinos” que, en imágenes de incomparable belleza, narra el heroico recorrido que, año tras año realizan estas aves a regiones antárticas para reproducirse y perpetuar su especie.
Desde los tiempos más remotos y aparentemente contra toda lógica, cientos de pingüinos emperador de distinta procedencia, realizan cada año un esforzado viaje que los lleva a la que se consideran la región más inhóspita de la Tierra. Aunque son aves marinas, los pingüinos que protagonizan esta odisea no lo hacen nadando, sino que caminan sobre la superficie congelada, en una peregrinación colectiva cuya primera etapa dura más de una semana. Entre -58°F y -62°F, no suspenden la caminata ni de día ni de noche. El objetivo es llegar a un lugar específico -el más helado y sólido- que su instinto les guía, antes que el invierno se instale definitivamente en la Antártida. En ese sitio, a más de cien kilómetros del mar, ocurre el encuentro de numerosas caravanas con idéntica finalidad: la búsqueda de una pareja con la cual procrear. Una vez reunidos los cientos de peregrinos (el grupo es vital, pues ningún individuo tiene posibilidades de sobrevivir en forma independiente en semejante frío), los machos se dan a la tarea de elegir a la única pareja con la que se aparearán y a la que serán absolutamente fieles. Entonces puede presentarse un primer conflicto de sexos, dado que la cantidad de hembras es mayor y que cada macho no admitirá más de una compañera. Las hembras que no alcanzan pareja hacen lo posible por desbancar a las que sí la tienen, pero esto resulta imposible, de manera que se alejan en viaje de regreso al mar, a esperar una nueva oportunidad el año siguiente.
Las parejas se cortejan con hermosas manifestaciones de atención y ternura; el apareamiento ocurre y tres meses después la hembra pone el huevo único que cuidarán entre ambos con la mayor devoción que nadie pueda concebir. No hay mejor ejemplo de paternidad compartida que el de los pingüinos.
Habiendo perdido una gran proporción de su peso y sabiendo que deberá criar al polluelo cuando salga del cascarón, la madre debe partir en busca de alimento, no sin antes transferir el huevo al padre, en un ritual que admite ensayos pero no errores. Tras largos días de aprendizaje, el macho recibe con infinito cuidado el huevo, que habrá de anidar sobre sus patas y bajo su vientre, cuidando que en ningún momento roce la superficie de hielo sobre la que él está parado, ni que el aire gélido lo toque, pues ello le ocasionaría la muerte inmediata. Esta operación es sumamente laboriosa; su dominio conlleva un gran esfuerzo e implica la atención y el trabajo de ambos padres, afanados en proteger su huevo. Agotada e inane, la hembra debe recorrer en sentido inverso el mismo camino que la trajo hasta ahí. Mientras ella busca sustento y recupera fuerzas, el padre permanecerá cuatro meses parado sobre el hielo, inmóvil y apretujado contra todos los demás machos empolladores, equilibrando y cubriendo el huevo dentro del cual se desarrolla su hijo. El frío aumenta cada vez más, a medida que el invierno avanza, de modo que las tormentas de nieve no se dejan esperar y caen implacables sobre la multitud de padres que, apretujados unos contra otros para conservar el calor, por más de 120 días no ingerirán alimento, salvo partículas de nieve arrastradas por ráfagas de aire. La solidaridad que muestran entre sí es absoluta, como lo prueba el hecho de que cada día intercambian posiciones para que distintos pingüinos ocupen el centro del grupo y reciban por algunas horas algo más de calor, mientras los demás permanecen al exterior, afrontando el rigor del viento y la nieve, pero seguros que en su momento, serán relevados. Entretanto, las madres recorren los más de cien kilómetros de regreso, sorteando los peligros que les ofrece la naturaleza y con la esperanza de regresar a tiempo para alimentar a sus hijos. En pleno invierno austral, los polluelos empiezan a picar el cascarón celosamente protegido por sus padres, cada uno de los cuales, en práctico estado de inanición, alcanza a alimentar por primera y única vez al recién nacido, extrayendo de su propio organismo una dosis de reserva láctea guardada para este fin.
El regreso de las madres que han tenido la suerte de sobrevivir ocurre justamente cuando el padre está a punto de morir. A partir de ese momento ellas se harán cargo de los pequeños que inician su crecimiento. Comienza una nueva y delicada etapa de aprendizaje y acondicionamiento al ambiente y a la convivencia social, en la que las muestras de cariño y protección son conmovedoras. El intercambio de roles de padre y madre continúa un par de veces más, con el recorrido a las regiones marítimas que les aportan alimento y también hartos riesgos. Algunas parejas no llevan a término su heroica empresa, bien porque el frío se coló hasta el huevo, congelándolo o porque la madre fue atacada por algún depredador, dejando al padre sin posibilidades de alimentar a la cría o porque ésta sea presa de enemigos naturales. Los padres que se quedan sin hijos, con el instinto aún latente, de pronto intentan “adoptar” algún polluelo ajeno, pero la fuerza solidaria de la comunidad lo impide, no quedándoles más que abandonar el grupo, para el que deben reservarse el calor de los cuerpos y el alimento. Cuando los bebés han crecido lo suficiente como para sobrevivir en forma independiente, padre y madre se desprenden de esos hijos que tanto sacrificio han costado, no sin antes reunirlos en grupo para que constituyan una nueva comunidad en la que ellos no tendrán lugar. El grupo de pequeños pingüinos que acaba de integrarse irá solo al mar, donde permanecerá cuatro años aprendiendo de la vida y afinando su instinto, para en el quinto repetir exactamente el mismo viaje tortuoso de sus padres y la misma espera de amor y cuidados, a partir de los que se renovará la especie.
La travesía de los pingüinos emperador parece suicida, pero su propósito es muy claro: la supervivencia de una especie que sin la abnegación absoluta de ambos progenitores no podría existir. Todos los actos de estos animales tienen un porqué dominado por el amor y por un espíritu de entrega y sacrificio que difícilmente concuerdan con nuestra idea del mundo animal y mucho menos con las del comportamiento de muchos padres humanos de la época actual, irresponsables, agresivos y abusadores, o aquéllos para quienes la atención de sus hijos consiste en procurarles terapias psicológicas, tarjetas de crédito y todos los permisos, con tal de que no los molesten. Por lo pronto, yo aspiro a mejorar tomando como modelo el de estas criaturas. No podemos cargar huevos sobre los pies y bajo la piel, ni sobreviviríamos a la intemperie y sin alimento como los pingüinos, pero su abnegación incondicional, su lucha solidaria por la permanencia del grupo, la intolerancia a conductas aberrantes e injustas, la protección de la familia, el rechazo a cualquier privilegio de unos sobre otros, el propósito de no ocupar inútilmente el lugar que necesitan los demás, el cuidado afanoso de los hijos y el valor de no absorber sus actividades, el fomento de su independencia a pesar del amor, son lecciones que vale la pena tomar, si queremos sobrevivir como especie.
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