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Las laguneras opinan.../Violencia mata esperanza

María Asunción del Río

Según el mito, después de que la imprudente Pandora abrió la caja prohibida dejando escapar todas las calamidades que inmediatamente se esparcieron por el mundo, los dioses, compadecidos de los hombres, permitieron que quedara dentro la esperanza, otorgándonos así un gran regalo para lidiar con la desgracia que, en forma de dolor, miseria, fealdad, mala suerte, envidia, enfermedades, muerte y destrucción, se enseñorearía de nuestras vidas.

Yo creo que así fue, pues de otra manera no podríamos entender cómo cada día, a pesar de todo lo que nos duele o decepciona, a pesar de la soledad y el espejo, a pesar de los achaques, las traiciones o los exámenes reprobados, amanecemos reconciliados con la vida, tomando una pastilla o untándonos un menjurje nuevo, seguros de que pasará el dolor. Ante el espejo cruel del día anterior procedemos a embellecernos, seguros del gran cambio; antes de salir hacemos “changuitos” para encontrar a nuestra alma gemela o consultamos la página de los corazones solitarios para ver si anda por ahí. Agotadas las reservas económicas y anímicas, buscamos afanosos en las profundidades de la bolsa el billete que tal vez quedó escondido dentro de un kleenex, iniciamos una dieta o ensayamos el último producto milagroso para adelgazar. Aunque no estudiamos mucho, llegamos temprano al salón con la seguridad de que todo se resolverá si alcanzamos un lugar atrás del más aplicado y en el punto ciego del profesor. Después de ir y venir de una ventanilla a otra y semana tras semana, creemos firmemente que el trámite del Seguro Social ya estará listo, como también creemos que el panorama social de nuestra patria cambiará con el nuevo gobierno y hasta que Hernández Juárez renunciará como líder sindical. Sólo la esperanza puede llevarnos del suelo de nuestra realidad al cielo de la dicha prometida y ésta es una verdad más grande que todos los males del mundo.

Pero a veces la esperanza pierde efecto, como si la encogieran la magnitud de los males que debe contrarrestar y la indiferencia con que los encaramos. ¿Qué podemos esperar, por ejemplo, de la violencia que se cierne sobre nosotros en toda clase de agresiones? Insultos de palabra y obra, venganzas por quítame estas pajas, ajustes de cuentas, honores mancillados que exigen reparación inmediata, como el del joven de anteayer cuyo auto último modelo, rayado por otro que se le acercó imprudentemente, puso en acción inmediata a sus guaruras que, sin pensarlo dos veces, dispararon sobre el atrevido conductor que ni cuenta se dio de que no llegaría jamás a su destino. O la infame pederastia, igual de cobarde, vil y malvada en todos los casos, cualesquiera que sea el estado civil o el estatus social de quienes la practican (apenas ayer se denunció a una madre de familia traficando con sus hijas).

La violencia extrema se va adueñando de nuestros pueblos y ciudades cada vez con más naturalidad, con más saña, con la más inhumana frialdad. Porque nadie puede decir que hay algo esperanzador en cortar cabezas y alejarlas de sus cuerpos para que policías e investigadores resuelvan el acertijo de cuál es de quién.

¿Adónde vamos a llegar, si el escándalo de la primera decapitación en el México de hoy no nos dejó paralizados de espanto, mudos de horror, ni puso a las autoridades a la búsqueda frenética y sin cuartel de los culpables para castigarlos y evitar que repitan tal acción? Antes al contrario, con lo novedosos que somos, ya van diecisiete nada más en Michoacán (sin contar los demás estados ni los miles de muertos por todo género de violencia que se acumulan este año a todo lo largo y ancho del país, sin visos de explicación ni menos de sanción). ¿Qué clase de esperanza podemos tener en el género humano, ese que sólo por accidente corresponde a los autores de estos crímenes, si los pensamos degollando a sus víctimas, disponiendo de sus cuerpos y cabezas como si se tratara de una broma, metiéndolos en bolsas e ideando la forma más espectacular de presentarlos (en una escalera, en una pista de baile, en un aparador…) ante esta sociedad mexicana que, también a fuerza de repeticiones, va enfriándose cada vez más?

¿Es que se agotó la esperanza y, como ya nada nos puede sorprender, tampoco podemos pensar en una solución ni exigir resultados a los encargados de investigar, resolver y aplicar la justicia? ¿Qué podemos esperar y de quién, cuando todo mundo hace maletas y se prepara para cobrar el bono sexenal? Yo no sé en qué pensaba don Quijote cuando mirando hacia el futuro decía: “¡Cosas veredes, Sancho!”, pero estoy segura que ni en su peor delirio prefiguró las que ahora vemos.

Hace años comentaba en este mismo espacio el horror que me causaban unos muñecos de juguete –entonces novedad– que tenían la propiedad de ser desarmados por los niños, desmembrados, materialmente deshechos y, sin embargo, podían ensamblarse de nuevo para proceder a una nueva descuartización. Me aterraba pensar que en las mentes de los infantes saturninos o “farabeufianos” quedara fijo el mensaje y que, fuera de juegos, pretendieran hacer lo mismo con un ser vivo –mascota o hermanito–, suponiendo que después podría pegarse y quedar bueno de nuevo. Parece que los niños de mis pesadillas crecieron. Aunque con la cabeza todavía pegada a mi cuello, –no sé por cuanto tiempo– me parece inconcebible que un ser humano sea capaz de mutilar a otro y multiplicar ese acto, disfrutarlo, sofisticarlo, acompañarlo de recaditos, haciéndolo todo con las mismas manos que acarician a hijos y mujeres, que saludan al vecino, escriben un poema o firman una postal. Y lo abominable del hecho se agrava al ubicarlo en pleno siglo XXI y en una nación como la nuestra, que siempre se ha preciado de su gentileza y su natural bondad.

¿No habrá otro regalito pegado –como el billete en el kleenex– en el fondo de la bolsa de Pandora? ¿Algo que refuerce la esperanza mermada o que diluya la maldad? ¿No habrá por ahí un poquito de fuego humano que rompa este témpano en que nos vamos convirtiendo y nos haga sentir piedad por los cuerpos y las almas victimadas por esta violencia irrefrenable, destructora de vidas y de sueños? ¿No habrá en algún lugar un escudo milagroso que defienda a los pobres desgraciados que pierden la vida por lastimar un auto de lujo, que proteja a los niños víctimas de quienes ganaron su confianza? ¿No quedará en alguna parte un poco de sensibilidad en comprimidos o en jarabe que nos angustie por los que fueron hombres y hoy viven transformados en cuchillos, guadañas o machetes, listos a celebrar la ejecución?

Tal vez a la esperanza, como al agua, la hemos desperdiciado; la malgastamos evadiendo compromisos, encubriendo verdades incómodas, supliendo con ella nuestra responsabilidad. Ahora tendremos que buscarla en las reservas del corazón y del espíritu, recargarla en los manantiales de la conciencia y del amor, pues sólo así tendremos fuerzas para “sentir” de nuevo, para combatir criminales y reacomodar nuestros principios, y quizá entonces seamos capaces de reordenar el caos que hemos permitido a nuestro alrededor.

maruca884@hotmail.com

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