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Lecciones políticas.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Montesquieu escribió en “El espíritu de las leyes” que en toda magistratura (pública) hay que compensar la grandeza del poder con la brevedad de su duración. Si el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, hubiera reflexionado igual quizá no habría salido tan evidentemente deprimido del salón oval de la Casa Blanca donde anunció el relevo de su prepotente secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, primera víctima del triunfo de los demócratas en las elecciones del martes siete de noviembre.

Caído de hombros, con la cabeza gacha y el andar desguanzado Bush salió de la sala oval de la Casa Blanca frente al grupo de sus cercanos colaboradores que mal deglutían el primer trago amargo de ese Gobierno, después de tantos brindis de triunfalismo y sonrisas ante la caída del Gobierno iraquí, la aprehensión de Saddam Hussein y su sentencia de muerte por ahorcamiento apenas dos días antes de las elecciones intermedias en Estados Unidos.

Así suele ser el final del poder, cuando se ha ejercido como abuso, Nadie está más desvalido que quien paladea el amargo sabor de la derrota. Bush padre bien lo supo y el ahora hijo triste estará reflexionando, demasiado tarde, que todo poder es igualmente finito en las democracias como en las dictaduras y se agota porque los abusos y necedades de los gobernantes llegan a colmar la paciencia de los gobernados.

Lección tremenda y apabullante para los políticos estadounidenses, pero también para los de otras naciones. Así lo siente don Vicente Fox cuyo poder personal disminuye cada segundo que el tiempo lo acerca a la consunción de su mandato.

La enseñanza sobre la finitud del poder es lección que se aprende con lágrimas y sangre, como los antiguos maestros nos hacían memorizar las letras del alfabeto y las operaciones aritméticas.

Aunque sabemos que el “hubiera” no existe, diremos: cuánto hubiera ganado don Vicente de haber achicado su imponente estatura con simples rasgos de modestia, ponderación y entendimiento de la realidad política que gobernaba. Si no hubiera intentado imponer algunas decisiones legislativas en vez de concertarlas, dejando de lado los errores y los abusos, ya sin remedio, de quienes lo precedieron, así como la inercia y los rezagos del autoritarismo de setenta años.

Si hubiera dado más crédito a la opinión pública que a la voz de sus familiares y amigos incómodos. Y si hubiera sabido o aprendido, la virtud de la oportunidad para los acuerdos y las decisiones del poder. Y si no hubiera dedicado sus afanes, sin éxito alguno, a la captura de los “peces gordos”, en la cual fracasó con el estruendo de sus alardes. Bien decía un escritor norteamericano cuyo nombre se escapa a mi añosa memoria: “Hay dos clases de políticos: los que usan la lengua para disimular sus pensamientos y los que la usan para disimular su falta de pensamientos”.

Con su actual, modesto, comportamiento don Vicente nos inspira una gran simpatía; no lástima, porque éste sentimiento debemos dedicarlo al tiempo perdido e irrecuperable de la Patria; pero si deseamos que Felipe Calderón aproveche los sucesos que ha visto muy de cerca, en la mismísima Casa Blanca y en el poderoso Capitolio, para asumir, como seguramente lo hace, que el honor de gobernar a México se otorga sólo a 16 mexicanos por cada centuria, que él va a ser el segundo gobernante del siglo XXI y que esa preciada oportunidad de servicio vale más que todo el oro engañoso del poder y de sus trampas.

El triunfo de los demócratas fue, en algunos casos, tan apretado como el final de fotografía que en México protagonizaron Felipe Calderón y Andrés Manuel López. Otra lección, ya que la mínima ventaja entre el demócrata Jim Webb y el republicano George Allen, candidatos al Senado por el estado de Virginia, fue de apenas tres por ciento y sin embargo el derrotado reconoció sencillamente el triunfo de Webb. Este triunfo, casi empate, significó para el partido Demócrata el control político de la Cámara de Senadores. La verdad, amigos, que en la política nunca acaba uno de aprender, si sabemos y queremos hacerlo.

No es la primera ocasión en que el destino expone los riesgos del poder con tanto didactismo. La historia mundial y la de México están llenas de idénticas y desaprovechadas experiencias. Y es que para que puedan aprovecharlas nuestros políticos necesitan ser poseedores de una gran dosis de humildad, otra de madurez y una más de sentido común; tres atributos difíciles de encontrar en nuestra clase política, tan disminuida por el populismo, la incompetencia y la soberbia.

Las derrotas duelen, pero enseñan. El dolor se refleja en los angustiados rostros y en el tono apagado de las voces. Nadie es más humilde que un hombre crudo, asertaba mi tío Luis Melo y yo digo que ante las derrotas también los políticos se tornan humildes, acaso con hipocresía, acaso con sinceridad, pero en el tono más franciscano de las expresiones humanas. La derrota entroniza a la humildad y desplaza a la soberbia.

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