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Liberación del campo mexicano

SALVADOR KALIFA

Una de las promesas más escuchadas durante la campaña electoral de 2006 fue la de atender con prioridad la situación del campo mexicano. Todos los candidatos presidenciales enarbolaron esa bandera y ofrecieron acabar con el rezago económico y social que priva entre los campesinos del país. Es curioso que estos mensajes se sigan produciendo a casi un siglo del estallido de la Revolución Mexicana que, entre otros planteamientos, pretendía poner fin al rezago en el campo a través de una política que comenzó a plasmarse con las disposiciones de la Constitución de 1917 relacionadas con la propiedad de la tierra.

Piezas fundamentales de esas disposiciones fueron la institucionalización del ejido como la forma preponderante de tenencia de la tierra para la generalidad del campesinado mexicano y la definición del marco legal que permitió llevar a cabo posteriormente el reparto de tierras entre los habitantes del campo. Este último proceso se aceleró durante el sexenio del Presidente Lázaro Cárdenas a partir de 1934. A pesar de todo el tiempo transcurrido, todavía hoy subsiste dentro de la administración pública federal una Secretaría de la Reforma Agraria.

Una pregunta lógica, entonces, es: ¿por qué la mayor parte del campo mexicano sigue padeciendo su rezago ancestral? O lo que es lo mismo: si queremos realmente mejorar las condiciones de vida de los campesinos, ¿no es tiempo ya de liberar al campo mexicano, abandonando estrategias y esquemas que no han producido los resultados esperados e instrumentar en su lugar una política agrícola eficaz? Aquellos que se oponen sistemáticamente a la propiedad privada de los recursos productivos y al funcionamiento de la economía de mercado, insisten en que los problemas de nuestro campo obedecen a otros factores que no serían corregidos con la abolición del ejido y con la operación de un mercado más competitivo.

Frente a esta postura, no queda más que la contundencia de las pruebas. Aunque la problemática del campo mexicano es compleja, en especial por toda la carga política y social que se le ha otorgado, a fin de cuentas la realidad es que esa problemática se puede sintetizar reconociendo que en México coexisten dos tipos de actividades agropecuarias: una tradicional y otra moderna. La primera, que se desarrolla en el centro y sur del país está enfocada intensivamente hacia los llamados cultivos básicos destinados al mercado interno, con muchas unidades pequeñas de producción y tecnologías obsoletas en su mayoría. En cambio, en el norte del país se practica una agricultura caracterizada por el cultivo tecnificado de hortalizas que compite exitosamente en los mercados de exportación.

Es decir, que el segmento de nuestra agricultura donde se aplican los principios de la economía de mercado, ha logrado superar las otras restricciones institucionales que frenan el desarrollo del campo mexicano. Al contrario, la postración de la agricultura tradicional se identifica con la falta de aplicación de los criterios de economía de mercado y con el régimen actual de tenencia de la tierra. Quienes no aceptan esta realidad, insisten en que la competitividad deficiente es producto de las distorsiones creadas por los subsidios en los países desarrollados. En nuestro caso particular, por los apoyos del gobierno de Estados Unidos (EU) a sus agricultores. Esta explicación, que no es la raíz del problema, tiene el atractivo político de centrar la solución en las decisiones de otros países y de justificar la petición de recursos para compensar a nuestros productores agrícolas.

Sin embargo, otros países como Argentina, Australia y Brasil, principalmente, han logrado mantenerse como productores importantes de cultivos básicos tradicionales en el mundo, a pesar de los subsidios agrícolas otorgados por EU y demás naciones desarrolladas. Los países mencionados tienen en común que en ninguno de ellos, salvo un intento tímido en Brasil, se ha impuesto un reparto agrario similar al de México y la decisión de qué cultivar se toma básicamente con criterios de mercado. Esto no quiere decir que no sea necesaria una revisión de la política agrícola en EU, Europa y Japón, en especial, para eliminar las distorsiones de los subsidios y apoyos que aplican estas naciones. Sin embargo, mientras estas barreras se remueven, el futuro del campo mexicano está más ligado a su liberación de las trabas internas que a esperar una modificación en las políticas agrícolas de otros países.

Al respecto, destacan las recomendaciones hechas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en un informe reciente sobre la política agrícola y pesquera de México. La OCDE reconoce que nuestra política agrícola actual ha mejorado, reduciendo algunas distorsiones, pero también se han presentado iniciativas que van en la dirección incorrecta. Tales son los casos del programa de Ingreso Objetivo que ofrece apoyo a los agricultores, pero resulta ineficiente para combatir la pobreza rural, y los subsidios energéticos que estimulan la sobreexplotación de recursos naturales, como el agua. De igual forma, la OCDE recomienda tender a la privatización de la tierra y permitir que funcione el mercado.

Este diagnóstico se confirma con las palabras de Francisco Mayorga, Secretario de Agricultura en la administración pasada, quien en una reciente entrevista periodística señaló: ?Hay la percepción de que para que el campo salga de su atraso hay que meterle mucho dinero, pero yo no comparto esa visión; en este sexenio se duplicó el presupuesto y la producción no. Es fácil dar dinero y dejar a todos contentos o hacer elefantes blancos, pero eso no es la solución, no elimina la pobreza, ni genera otras mejoras.? Está por verse, por tanto, la política de Felipe Calderón al respecto.

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