El fin de semana anterior quiso el filósofo de la plaza San Francisco que nos viéramos en su amable Agora para hablar sobre el fenómeno social y político del cambio y las diversas concepciones que en nuestro país se tienen sobre ese tema.
A priori me sentí desilusionado y triste, pues pensé que la jubilación adelantada de mi amigo le habría afectado las neuronas cerebrales; después de todo la supuesta placidez de un dulce sin quehacer es reconocido por neurólogos y psicoterapeutas como antesala del Alzheimer: empieza uno por no hacer nada y al rato se nos olvida hacer todo. Así que el día convenido llegué a la cita y me senté en una banca de cemento, fría y sin respaldo en la cual batallé para encontrar una cómoda postura para mi sufrido espinazo. Estaba en esa lucha cuando llegó el citado Sócrates de bolsillo, para decir que mientras caminaba de su casa a la plaza había explorado el planteamiento inicial de nuestro debate sobre el cambio.
— ¿Ha visto usted —me preguntó— el cambio radical que ha experimentado la vida política nacional?... Claro! —repuse: el avance democrático, la pluralidad, la integración ciudadana de los organismos electorales, la autonomía de los tres poderes de la República, las leyes de transparencia y todas las reformas con que el agonizante presidente Fox intenta fijar su imagen en la historia en el vanidoso afán de trascender.
— “No, mi distinguido, fíjese bien —enfatizó mi interlocutor—. Si usted solamente ve y oye la televisión pero no la observa ni la escucha, derrocha energía eléctrica y agota sin utilidad la vida de sus ojos y la de su caja idiota. Le recomiendo que observe más y mire menos: que escuche bien, y analice mejor las noticias que llegan de otros países por medio de los espacios informativos. ¿No ha reparado en la notoria juventud de las generaciones políticas emergentes, sobre todo en los países del oriente y occidente europeo, que hasta hace poco tiempo eran gobernados por gente mayor de setenta años? La mayor parte de los y las estadistas son jóvenes cincuentones o de menor edad. Y las mujeres, que también protagonizan la vida pública, andan por esa edad; pero dígame ¿cuál es la característica común en estos actores políticos?
Me sentí como un reo interrogado en la Policía Judicial, pero antes rogué por que mi amigo filósofo trajera bien ajustada la corteza cerebral y estuviera a punto de asombrarme con su dialéctica, así que arriesgué una opinión más o menos seria: ¡Su preparación intelectual!, grité apresurado y añadí una explicación: todos parecen ser personas capaces, ilustradas, analíticas, racionales, laboriosas y entusiastas, ¿o no? Para concluir con una enérgica interrogante que pretendía dar pie a una contrarréplica de nivel académico. Se estrujó el mentón y clavó su vista en mi escueta humanidad.
— ¡Exacto! pero lo más importante es que todos los nuevos estadistas tienen un completo y rotundo conocimiento histórico, ideológico, político, económico y social de las sociedades que gobiernan; poseen una visión completa y profunda respecto a la inserción de su país en el mundo moderno; no se quedan en la superficie de los problemas más complejos y dan soluciones no sólo útiles para el momento sino para el futuro; tampoco se achican ante la dimensión de sus variadas responsabilidades, ni los asusta el poderío militar y económico de sus vecinos, ni les espanta la fortaleza de sus homólogos o el tamaño geográfico o político de los países que ellos gobiernan. Así me gustaría que fuera el comportamiento de los presidentes de México. ¿A usted no?
— Claro, pero fíjese que aquellas naciones nos llevan siglos de ventaja en historia, independencia, civilización, cultura política, experiencias de Gobierno y todo eso que el pasar del tiempo integra la solidez de un Estado. Tome en cuenta, también, que el arribo de las nuevas generaciones a la conducción política es consecuencia de su empuje, pero también de la desaparición o decrepitud de los adultos mayores, como usted y yo; además existe el descrédito, la erosión y el desgaste mediático de las viejas clases políticas, desgracia que nos ubica en el caso de México.
— “Ciertamente, ciertamente —abundó el pensador—, y esa corrosión de los políticos coincide también con la crisis galopante que sufre nuestro sistema de partidos políticos. En Alemania, en Francia, en Italia, en España, en Inglaterra y cualquiera otra de las naciones cuya democracia deviene paradigmática, las organizaciones políticas y sus militantes buscan el poder político para realizar sus principios ideológicos y programáticos; aquí, en México, por más que los líderes manoseen los conceptos de izquierda, derecha y centro estas deslustradas ideologías sólo alcanzan a ser una mascarada”.
Vaya, pensé, finalmente pude tener una conversación seria y reflexiva con este señor, quien más que filósofo parece ser un agudo censor social y político; para ser consecuente le pregunté. — ¿Y si no es la ideología, cuál es el móvil que inspira sus acciones? ¿Los problemas sociales?... ¿Los económicos? ¿El hambre de los sesenta millones de mexicanos que viven marginados del bienestar social? — “No, querido amigo, los mueve la ambición de poder y de dinero; tal es el motor que impulsa a los panistas, a los priistas y a los perredistas. Ya verá usted cómo pronto anunciará el Congreso de la Unión las mil millonarias cantidades que van a incrementar los presupuestos de los diputados y senadores; y también del IFE y los partidos políticos; y de los consejos ciudadanos de esto y de lo otro. ¿Dinero para las obras que demanda el pueblo? Poco y a tirones! — Y de los cambios, ¿en qué quedamos?
—- Ah, sí, los cambios; óigame, pues parece que el PRI anda insistiendo en el cambio de la sede para que tenga lugar el cambio formal de presidente de la República. Han de pensar Emilio Gamboa y Manlio Fabio Beltrones que con ese cambio no los van a coger en medio las trifulcas PAN-PRD... pero en cambio podrán tener ganancia de pescadores entre más revuelto esté el río.