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Los canes ladran, pero.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

En mi niñez, allá por los años cuarenta, advertí en las personas mayores de mi casa una especie de temor ante los comicios para elegir al sucesor del presidente de la República Lázaro Cárdenas del Río. Dos generales de División buscaban ese cargo: Manuel Ávila Camacho y Juan Andrew Almazán. El temor de mis padres y tías se deducía de dos circunstancias coincidentes: ambos candidatos tenían mando de Fuerzas Militares Armadas, y habían evidenciado su terquedad y capacidad bélica en las batallas de la Revolución Mexicana.

Mis tías Orozco y mi abuela Teódula amanecían y anochecían rezando el Santo Rosario pues conocían los alcances de los hombres con ambiciones políticas. Los periódicos que llegaban a mi ciudad natal daban cuenta de las declaraciones políticas de los dos militares, pronunciadas en un tono alarmante. El radio transmitía noticias de todas partes del mundo, menos de la capital de la República y muchísimo menos informaban algo sobre las rijosidades político-electorales en boga.

A los pueblos chicos arribaban, en cambio, todas las campañas políticas: para presidente de la República, para gobernador del Estado, para diputados federales y senadores, para diputados locales y obviamente las de presidente municipal de ese lugar.

El candidato del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) era el general Manuel Ávila Camacho: hombre bueno que había sido escogido por el presidente Cárdenas como sucesor de sus afanes y no precisamente por sus cualidades castrenses; más bien por su bonhomía y ductilidad. El general Andrew Almazán, por su parte, había resucitado al Partido Católico, aparentemente fenecido desde el magnicidio de Francisco I. Madero para que lo postulara, pues en el PRM lo habían desairado. Almazán era un tipazo alto, rubio encanecido y ojos verdes que traía loquitas a todas las mujeres del país, incluidas a las beatas de los pueblos, aunque no pudieran votar ya que la Ley no consideraba aptas a las mujeres para la política, pero hacían bola y gritaban en los mítines y, además, eran las naturales organizadoras de los bailes en honor de los candidatos.

Ávila Camacho reunía multitudes al llegar a las comunidades y era recibido por las autoridades civiles y los comerciantes e industriales, si es que había industrias. Los ricos de los pueblos invitaban al rollizo candidato a hospedarse en sus casas, lo atendían con esmero y lo colmaban de regalos. A su contrincante, don Juan Andrew Almazán, no le iba mal, pues a él lo recibían el párroco y los otros sacerdotes, más todos los hombres de la Acción Católica, y las damas de la Adoración Nocturna y de la Unión Femenina Católica Mexicana. Las reuniones públicas eran, en ambos casos, nutridas concentraciones, igual que los banquetes.

Uno y otro partido estaban seguros de ganar la contienda electoral, pues las recepciones populares no daban lugar a la duda. Lo que no sabían los candidatos era que la gente que ocurría a un mitin en los pueblos chicos era la misma que asistía al otro. A los dos partidos les cobraban por asistir, gritar, entusiasmarse y hasta pelear, si así lo pedían los organizadores. Luego, a la hora de la votación, la cantidad de sufragios emitidos no se compadecía con los cálculos de personas que habían cobrado por asistir a los actos públicos.

Pero en la capital de la República, en Monterrey, en Guadalajara, en Morelia y en las poblaciones del Altiplano y del Bajío el antagonismo entre partidos y ciudadanos era auténtico y los encuentros entre adversarios eran reales: puro chipote con sangre. El día de las elecciones se calentaron los ánimos en el Distrito Federal y hubo robo de urnas y violencia en las casillas. Testigos de vista aseguraban que había corrido tanta sangre sobre las banquetas que hubo necesidad de llamar a los bomberos para lavarlas a chorrazos de agua limpia.

Ganó el general Manuel Ávila Camacho, del PRM y protestó el general Juan Andrew Almazán del Partido Católico. Los periódicos empezaron a divulgar que volverían los días broncos y terribles de la Revolución Cristera. En esa coyuntura el ya declarado presidente electo Manuel Ávila Camacho hizo una corta declaración. Dijo Ávila Camacho: “Soy católico. Creo en Dios”. Los del Partido Católico se persignaron y dieron gracias al cielo. Al día siguiente no se volvió a ver en México a Juan Andrew Almazán: decían había salido al extranjero a exiliarse por motivos políticos.

Años después le sucedió lo mismo a Ezequiel Padilla quien perdió contra Miguel Alemán y a Miguel Henríquez Guzmán, que perdió contra Adolfo Ruiz Cortines. Colorín colorado, después siempre triunfó el PRI. Calma, señores que tanto temen por la violenta reacción del más bravo de los candidatos a la Presidencia de México: can que ladra nunca muerde...

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