EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Los días, los hombres, las ideas| Cincuenta años del martirio húngaro

Francisco José Amparán

Hay sacrificios que deben recordarse, que vale la pena rememorar. No todos. Me perdonan, pero no todos. Existen aquellos que se hicieron por simple necesidad o que fueron resultado de torpezas previas. El furioso embate de la Selección Mexicana sobre la portería argentina en los últimos diez minutos del juego mundialista de este año no fue nada heroico, sino fruto de la desesperación y de no saber cómo marcar a auténticos magos del balón. ¿Qué tiene eso de meritorio? Como el supuesto (porque nunca ocurrió) suicidio de un joven militar, que prefiere tirarse al vacío en lugar de pelear contra el enemigo, no representa un sacrificio: es una irresponsabilidad supina, el abandono de sus camaradas y una falta al cumplimiento del deber que ameritaría fusilamiento si el susodicho no estuviera ya difunto: nada que recordar por ahí.

Pero hay otros sacrificios y actos desesperados, martirios y luchas hasta el final que tienen un saborcillo a tragedia griega y una dignidad imperecedera, que sí valen la pena recordar. Uno de esos actos es la rebelión húngara de 1956, que esta semana conmemora su cincuenta aniversario.

Para darnos una idea de lo ocurrido en tierras magiares hace medio siglo, basta recordar cómo estaba el mundo en aquel entonces: en lo mero bueno de la Guerra Fría, con las dos superpotencias y sus bloques enfrentados, cada uno con hartas ganas de echarse a la yugular del otro.

Pero el bando socialista estaba remeciéndose: en 1953 Stalin se había muerto todito y su sucesor Nikita Khruschev, quizá en venganza por haber sido bautizado así, procedió a denunciar los (múltiples) crímenes de su antecesor y hacer borrón y cuenta nueva con su legado. En 1955 empezó el llamado proceso de ?desestalinización?: una manera de resarcir el mucho daño que ?El Padrecito? Stalin le había hecho no sólo a la URSS, sino a los países de Europa Oriental que habían quedado en la órbita soviética después de la Segunda Guerra Mundial.

(Por cierto: una de las mayores sorpresas en ese festival del delirio y la farsa que resultó el plantón en Reforma, fue hallar retratos ¡de Stalin! en algunos campamentos. Uno de los tres hombres responsables de la muerte de más seres humanos en la historia (los otros son Mao y Hitler) ¡ensalzado en el centro de la Ciudad de México! Por sus pósters los conoceréis).

Para limpiar la casa propia y las ajenas, Khruschev empezó por quitar a quienes le debieran la chamba a Stalin. Uno de los primeros en ser removido fue el sanguinario dictador húngaro Mátyás Rákosi, quien le diera al vocabulario político del Siglo XX el juguetón y sabroso concepto de ?la táctica salami? (acabar con la oposición rebanada a rebanada). En junio de 1956 Rákosi fue llamado a Moscú y estando en la limosina en ruta del aeropuerto al Kremlin fue informado que estaba muy delicado de salud y tendría que dejar sus cargos. Rákosi estaba fuerte como caballo; pero a buen entendedor, pocas palabras: ni siquiera regresó a Hungría.

Su lugar lo tomó un viejo comunista de apariencia bonachona y bigotes de foca, Imre Nagy. El cual creyó tomarle el pulso a su pueblo (que estaba harto del comunismo ineficiente, de la represión de la Policía política secreta y de la intervención soviética) y anunció que habría más libertades y se acabarían los excesos de la época estalinista.

Nunca lo hubiera dicho: el pueblo húngaro le tomó la palabra con verdadero fervor. La raza de Budapest salió a las calles a repudiar todo lo que oliera al antiguo régimen, empezando con el muy concurrido derribo, a puro pulso, de una gran estatua de Stalin que (discutiblemente) adornaba una plaza de la ciudad. Durante el verano-otoño de ese año la población se dedicó a cazar agentes de la odiada Policía Secreta en donde los hallara (hay impresionantes secuencias fotográficas de la ejecución de algunos en plena calle). Las manifestaciones exigiendo libertades (de expresión, de asociación, de movimiento, de empresa) eran diarias y multitudinarias. Nagy atizó las esperanzas de la gente insinuando que incluso podría llegar a crearse un sistema político multipartidista y plural, algo inconcebible en el bloque comunista. La gota que derramó el vaso fue cuando la muchedumbre se lanzó contra la embajada soviética y la apedreó. El embajador ruso, un tal Yuri Andropov (sí, ese Yuri Andropov), le informó histéricamente a Moscú que la situación en Hungría se había salido totalmente de control.

¿La respuesta del Kremlin? Movilizar las Fuerzas Armadas soviéticas y del Pacto de Varsovia sobre Hungría. Había que aplastar las ansias reformistas de los húngaros; no fuera a ser que les dieran ideas a otros.

Los soviéticos no contaban con que los húngaros no se iban a quedar de brazos cruzados. Al empezar la invasión, el 23 de octubre de 1956, el pueblo magiar echó mano a lo que encontró (sí, incluso las proverbiales piedras-contra-tanques) y paró en seco a los blindados rusos (y polacos y checos y estealemanes y?). El mundo vio con asombro (el mundo siempre ve con asombro, y nunca hace nada) cómo los patriotas húngaros se enfrentaban a mano pelona a una formidable maquinaria militar y la hacían retroceder.

Lo malo fue que, por esos mismos días, empezó otra crisis global bastante gorda: la llamada Guerra de Suez. Resulta que el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser nacionalizó el Canal de Suez, quitándoselo al consorcio franco-británico que lo regenteaba. Para Francia y Gran Bretaña aquello resultaba no sólo un insulto, sino una amenaza: el Canal de Suez es una de las cinco vías marítimas estratégicas de este planeta (las otras: el Canal de Panamá, Gibraltar, el Bósforo y el Estrecho de Malaca). Y como dijera un ministro británico: ?No podemos permitir que un patán como Nasser nos tenga agarrados por el cuello?. Franceses y británicos procedieron a invadir el Canal para recuperarlo. Los israelíes aprovecharon la situación para pegarles una paliza a los egipcios y ocupar la península del Sinaí.

Por una vez americanos y soviéticos estuvieron de acuerdo, aunque por distintas razones: franceses, británicos e israelíes debían de retirarse del Canal cuanto antes. La ONU intervino con su acostumbrada celeridad de molusco, los invasores tuvieron que evacuar y finalmente Nasser, luego que sus tropas fueran hechas puré (o bueno: tapule), resultó el ganón: se quedó con el Canal, y se proclamó líder del mundo árabe. Así son estas cosas: nadie sabe para quién trabaja.

La cosa es que mientras la atención mundial estaba fija en el Oriente Medio, los soviéticos se sintieron con las manos libres para actuar a su gusto en Hungría. Y echaron toda la carne al asador. La nueva intervención fue masiva y de una enorme brutalidad: Budapest y otras ciudades quedaron destruidas por los combates. Los patriotas húngaros se defendieron con las uñas, y siguieron peleando hasta el amargo final, en parte por valentía, en parte por una fútil esperanza: creían que los americanos iban a acudir en su ayuda. Algunos combatientes de esos días afirman que estaban con un ojo al gato y otro al garabato, peleando contra los soviéticos hasta a escupitajos, y volteando al cielo esperando ver caer los paracaidistas de la División 101 Aerotransportada (sí, la del soldado Ryan: ya ven que, de ésos, el más chimuelo masca fierro y el más pelón se hace trenzas). Para colmo, los americanos alimentaron irresponsablemente esa esperanza, cuando la Voz de América en magiar les pedía en sus transmisiones que siguieran resistiendo, que ya merito llegaba la caballería al rescate. Nunca llegó. Quién sabe cuántos miles de húngaros murieron de oquis creyendo que los americanos iban a arriesgarse a una guerra contra los soviéticos (y nuclear, además), por salvar a un pueblo cuyas principales contribuciones a la Humanidad han sido el goulash, la páprika y algunas rapsodias (húngaras, of course). Sí, cómo no. Los húngaros fueron los primeros en descubrir en carne propia que los Estados Unidos son muy feroces en lo retórico, pero que a la hora de los trancazos resultan puro jarabe de pico y son expertos en dejar en la estacada a sus aliados. Pregúntenle a los kurdos en 1991-93.

En un arrebato de plano desesperado, Nagy declaró que Hungría abandonaba el Pacto de Varsovia, que se proclamaba neutral, y en un último discurso radiofónico apeló a la ayuda de la comunidad internacional. Está más fácil que El Presidente Loquito entienda razones. Nadie le hizo caso y Nagy terminó siendo capturado y colgado. Luego de la rebelión y sus consecuencias directas (30,000 muertos, 250,000 emigrados que aprovecharon los balazos para cruzarse a Austria) vino la represión: decenas de miles de prisioneros; muchachitos de 15, 16 años que van a ser encarcelados dos, tres años, para ser fusilados al día siguiente de cumplir la mayoría de edad.

Lo que siempre me ha impresionado del levantamiento húngaro de 1956 son dos cosas: las agallas de los magiares, que destruyeron sus ciudades combatiendo con las uñas a un enemigo muy superior en armamento; y la exasperante fe en que alguien iba a ir, tarde o temprano, a ayudarlos. Coraje y esperanza: lo que todos quisiéramos tener. Por eso me sentí movido a recordar, así fuera de esta sencilla manera, a los revoltosos húngaros de 1956.

Consejo no pedido para ser considerado Adulto-de-la-Tercera-Edad Héroe. No tiene nada qué ver con Hungría, pero lean ?Nieve?, del flamante Premio Nobel Orham Pamuk. Provecho.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 242244

elsiglo.mx