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Los días, los hombres, las ideas.../De por qué (a veces) el entrenador águila debe ser tapatío

Francisco José Amparán

Se dice que hay dos cosas sobre las que existe certidumbre en esta vida: que todo cambia; y que hemos de morir. Lo primero parece muy obvio, especialmente cuando se refiere a la cantidad de pelo en el cráneo de los individuos del sexo masculino. Lo segundo también, a pesar que sobra quién gaste toneladas de dinero y esfuerzo no sólo en tratar de burlar a la Parca, sino en aparentar ser más joven… como si a fin de cuentas eso engañara al señor huesudo del reloj de arena y la guadaña.

Sin embargo, ya desde tiempos de Parménides ha sobrado quien encuentre de plano sospechosa la idea del cambio permanente. Especialmente cuando se trata de las ideas y actitudes de los seres humanos, existe una cierta reticencia a creer que la gente puede transformar sus capacidades y visión del mundo. Quizá ello se deba a que, íntimamente, todos sabemos lo difícil que es cambiar. Y por ello suponemos que a los demás les ha de costar más trabajo, y por lo tanto están imposibilitados para actuar y pensar de manera distinta a como acostumbraban. Si yo no pude dejar de fumar, ¿por qué sí el vecino de la esquina? Hay algo intrínsecamente oprobioso en el hecho de que otros mejoren (o parece que mejoran) y uno no.

Sobre estas cuestiones conviene hacer algunas apreciaciones fruto de la reflexión, la experiencia y el kilometraje recorrido. La primera es que para cambiar es necesario desearlo. Me explico: nadie puede cambiar a nadie. Si una persona no desea cambiar, es imposible que alguien más lo haga por ella. El cambio debe nacer de una convicción individual; quizá alentada o motivada por alguien más, pero que en última instancia depende de una decisión propia y personal. Tan notoria obviedad, sin embargo, le pasa desapercibida a mucha gente, con efectos desastrosos. Le parte a uno el corazón encontrarse a una ex alumna de hace diez o doce años, y al preguntarle por su vida, encontrarse con un diálogo como el siguiente:

-Me casé con César Maximino Augusto Godínez. ¿Se acuerda de él? Era de una generación más arriba. Pero me divorcié cuando nació mi segundo hijo. Es que era muy borracho y a veces me pegaba.

-¿César Maximino Augusto? ¡Pero si ése era un borracho desde segundo de prepa, si no mal recuerdo!

-Pues sí. Pero yo lo quería mucho y pensé: “cuando nos casemos, lo voy a cambiar”.

¡Craso error! Uno no puede cambiar a quien no le da la gana hacerlo. Si le mete eso en la cabeza a los jóvenes que tiene a su alrededor, creo que podrían evitarse muchas situaciones desagradables.

Otra consideración tiene que ver con la noción que algunos extremistas guardan acerca de las convicciones y las creencias. Abundan quienes piensan que los “principios” son inmutables, y quien cambia de parecer es, en automático, un traidor. Así, quienes van transformando su línea política o ideológica a lo largo de la vida son considerados poco menos que bichos rastreros, que se han dejado llevar por la comodidad y el cretinismo. Cambiar de opinión, para los “duros”, es sinónimo de dar el chaquetazo y dejarse vencer por las tentaciones y debilidades.

(Por supuesto, la manera de pasar de un partido a otro en México está fuera ya no digamos de cualquier consideración ideológica, sino más allá de todo conocimiento humano. En estos momentos hay tres priistas o ex priistas buscando ser presidentes: Madrazo, Lopejobradó y Campa. Saquen sus conclusiones…).

De lo que no se dan cuenta los extremistas es que hay muchas variables involucradas en esas transformaciones. Una es la edad. Como dice el dicho: el que no es revolucionario a los veinte años es un miserable; quien no es un conservador a los cuarenta, es un tonto. Y es que no es lo mismo querer cambiar el mundo cuando se es joven, bello e indocumentado, que cuando hay que mantener hijos, pagar colegiaturas e hipotecas y sacar a flote las responsabilidades que, burguesa y deleitosamente, a uno le han ido cayendo encima. Además que, a esas alturas del partido, resulta notorio que las utopías suelen terminar en el Gulag siberiano o desembocar en una tiranía personal de 47 años.

A propósito: admirar a Fidel Castro en los años sesenta lo considero perfectamente lógico; pero seguir admirándolo en 2006 me parece clara señal de lesión cerebral seria: aquí entre nos, se pueden ahorrar lo de la tomografía. En ese caso ya ni siquiera se puede hablar de tontos útiles.

Otro factor es, precisamente, la terca realidad. Y es que cuando lo que ocurre en el mundo le indica a uno que está equivocado, no queda de otra más que admitirlo y mudar de opinión. No siempre ocurre así, por supuesto.

Recuerdo haber pensado, allá en 1991, cuando la URSS se derrumbó víctima de su propia ineficiencia, cuánta gente iba a tener que hacer un examen de conciencia y renunciar a las convicciones que había mantenido durante toda una vida. Me equivoqué: al menos en México, poca gente lo hizo. Peor aún, hay quienes siguen manteniendo que el sistema soviético era una maravilla y el cochino capitalismo se va a derrumbar de un momento a otro preso de sus contradicciones… pese a todas las evidencias en contra, y a que hasta China se ha vuelto más capitalista que Rico MacPato.

Tener fama de intransigente, sin embargo, conlleva la paradójica ventaja de facilitar los cambios cuando éstos resultan urgentes y parecen ir contracorriente de lo hecho y dicho durante décadas. Un ejemplo histórico:

Richard M. Nixon, conocido por amigos y enemigos como Tricky Dicky (el Mañoso Riqui) era un ignoto diputado californiano en 1950. Pero tuvo el mérito de diagnosticar, mucho antes que la mayoría, una enfermedad que iba a causarle muchos dolores de cabeza a su país durante los siguientes cuarenta años: la paranoia anticomunista. Dado que los rusos eran el nuevo enemigo, Nixon despertó los peores terrores de sus connacionales, alegando que Estados Unidos estaba infestado de rojos, incluso a altos niveles del Gobierno; y que especialmente el Departamento de Estado rebosaba de adoradores de la hoz y el martillo. Nixon agarró de su puerquito a un notable diplomático, Alger Hiss, y armó tal escándalo que de ahí saltó a la fama nacional. Dos años más tarde fue electo vicepresidente, acompañando a Eisenhower.

(Por cierto, el caso Hiss sigue siendo objeto de discusión; quizá éste, uno de los padres de la ONU, sí fue en realidad espía soviético).

En 1960 Nixon alcanzó la candidatura presidencial republicana. Como contrincante tenía enfrente a un joven, carismático y guapote (calificativo que siempre le daba mi madre) senador por Massachussets, John F. Kennedy. Durante la campaña Nixon se lanzó a la yugular de su rival, acusándolo de ser “blando con el comunismo”. Nixon decía que JFK nunca iba a ser pieza para enfrentar al insidioso y cruel enemigo que residía en el Kremlin. Ello explica por qué la de 1960 fue una elección tan cerrada que los demócratas la ganaron por un pelo; y eso, con una pequeña ayuda de sus amigos, los mafiosos de Illinois.

Y ello explica también por qué Kennedy tomó tantas decisiones no muy inteligentes, como la invasión de Bahía de Cochinos o el envío de asesores a Vietnam: había que demostrarle a sus conciudadanos que Nixon se había equivocado, y podía enfrentar al oso ruso gruñéndole y enseñándole los dientes.

Nixon finalmente llegó a la Casa Blanca en 1969, en plena debacle moral y económica de Vietnam. Con las credenciales que tenía de come-rojos y quema-zurdos, muchos pensaron que iba a endurecer la escalada militar en Indochina; retar a unas luchitas a Brezhnev, a ver de a cómo les tocaba; y escupirle en el chop suey a Mao y los comunistas chinos. ¡Qué equivocados estaban!

Nixon era todo lo que ustedes quieran, pero sobre todo un pragmático. Y tres cosas le quedaron claras: una: había que sacar a Estados Unidos del pantanal de Vietnam. Si por ello se derrumbaba el régimen pro-americano y Sudvietnam caía en manos comunistas, por él que se pudrieran en su propia salsa. Dos: la Guerra Fría había llegado demasiado lejos, y había que alcanzar un acuerdo con los soviéticos, especialmente en lo relacionado a las armas nucleares; y tres: que era una tontería seguir ignorando a una quinta parte de la Humanidad, haciendo como que la China comunista de Mao no existía. Así que, ¿qué hizo Nixon? Uno: desenganchó a su país del conflicto en el sudeste asiático, firmando la retirada en enero de 1973; y claro, Vietnam del Sur cayó en manos comunistas quince meses después. Dos: arreglar una serie de cumbres con el liderazgo soviético, pegándose unos abrazos de oso de padre y señor mío con Brezhnev, y firmando el primer tratado que efectivamente reducía el número de armas nucleares de las superpotencias. Y tres: haciendo un viaje sorpresa a China en 1972, para brindar con Mao y Zhou En-lai por las futuras buenas relaciones entre ambos países, que finalmente establecieron lazos diplomáticos poco después.

El mundo quedó pasmado. No por lo que se había hecho: era evidente (sobre todo en retrospectiva) que todas esas acciones eran necesarias y urgentes; sino por quién las había hecho. Claro, Nixon sabía que Estados Unidos debía dejar atrás inercias que le causaban más problemas que los que resolvían. Y que él era el único presidente norteamericano al que la derecha no podía acusar de mandilón con los rojos ni de “blando con el comunismo”. Así que obró en consecuencia. Si para estabilizar las cosas había que ir a besar de a trompita o quicoreto a Kosygin, pues ni hablar. A hacer de tripas, corazón.

Nixon cambió lo que tenía que cambiar. Y quizá salvó a su país de muchas complicaciones. Aquí entre nos, de no haber sido por Watergate y cómo le ganaron sus demonios interiores, su recóndita mediocridad de abogado provinciano, hubiera pasado a la historia como uno de los mejores dos o tres presidentes gringos del siglo XX.

Algo así ocurrió con Ariel Sharon… lo que es muy relevante en estos momentos. Pero ese asunto lo dejamos para más delante. Ahorita ya abusé del espacio… y creo que ya cambié de idea sobre lo que dije hace tres páginas… Déjenme ver…

Consejo no pedido para sentirse río de Heráclito: vea “Nixon” (1995) de Oliver Stone, con Anthony Hopkins; está regularzona. Y vea también “Forrest Gump” (1994) con Tom Hanks, que contiene bizarras versiones de cómo se produjo el viaje de Nixon a China y la debacle de Watergate. Provecho.

PD: Llegó una nueva remesa de mi libro “Esquinas a la vuelta del domingo”, con algunas de las menos peores columnas de años pasados. Está a su disposición en la librería del ITESM a precios populares (populares para el autor). Sirve que, si no lo conocen, admiran el vitral de Montaña en el nuevo edificio.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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