Una de las cosas que más me impresiona cuando leo novelas victorianas (como las de Sherlock Holmes, por ejemplo) es ver a los personajes llegar a su casa luego de navegar por las callejuelas de Londres en busca de criminales o damiselas, y antes de la obligatoria taza de té, ponerse a revisar el correo de la tarde. Esto es, hace más de un siglo, antes del motor de combustión interna y de la existencia de una bicicleta mínimamente montable, los correos británicos se daban el lujo de repartir sus cosas dos veces diarias.
Si no lo mismo, algo parecido ocurría en el México porfirista. Leyendo los intercambios epistolares de algunos personajes connotados, uno se encuentra con pasmo que las cartas eran contestadas de un día para otro. Esto es, que una misiva era entregada a su destinatario en 24 o 48 horas. Y habría que recordar que los paquetes postales viajaban por ferrocarril. El cual, cosa notable, solía ser puntual. Ahora ni ferrocarriles tenemos, ya no digamos que salgan a tiempo.
Quizá todo ello era una señal de los tiempos, dado que en aquellos entonces se consideraba como máximo logro civilizatorio la rapidez y eficiencia de los correos y trenes, más que el acceso a Internet de banda ancha (en lo que, para variar, nos estamos quedando rezagados del resto del mundo) o la cantidad de juegos de liguilla transmitidos por televisión? dado que no había ni Internet ni televisión.
Lo que sí es que el correo se está convirtiendo en una especie en vías de extinción. Hace poco una colega, maestra de preparatoria, se enfrentó con la ingente tarea de hacer que un grupo de espinilludos post modernos escribieran una carta, como parte de un ejercicio de redacción. Ninguno de ellos había realizado tan extenuante práctica en su vida, dado que para comunicarse con parientes y amigos lejanos (a una cuadra, a mil kilómetros) habían recurrido siempre al teléfono, el Messenger o el e-mail. A partir de tan esotérico ejercicio, la maestra cayó en la cuenta de que esos mismos jovenazos no sabían para qué servía un timbre postal. De hecho (de nuevo) nadie había usado nunca uno, ni sabían siquiera en dónde se adquirían; algunos pensaban que eran simples objetos de colección y eso porque se habían enterado de pasada sobre las recientes emisiones conmemorativas de Chespirito y Chabelo. Claro, habría que entender que esos chamacones nacieron después de la Caída del Muro, crecieron junto a la Internet y no pueden imaginar un mundo con sólo tres canales de televisión o en el que había que pedirle a una operadora que nos comunicara telefónicamente a lugares remotos, como Parras.
Enfrentado a tan deprimente información, caí en la cuenta de que, efectivamente, un servidor hace años (sí, ¡años!) que no ve una estampilla. Y eso por dos razones: primero, que cada vez son menos las cartas, postales y tarjetas de Navidad que uno recibe; y segundo, que lo que llega por correo (fundamentalmente cuentas, publicidad y facturas) es enviado conteniendo esos sellos de goma rojizos e impersonales, cuyo funcionamiento práctico nunca he entendido; ¿quién cuenta cuántas veces se ha usado el sello? ¿Se acaba la tinta a las mil selladas o qué? ¿O será que a nadie le importa?
Mucho me temo que ahí está el meollo del asunto. Al parecer lo que ocurra o deje de ocurrir con el correo le tiene sin cuidado a una buena porción de la población. Al menos eso se podría discurrir ante la absoluta ausencia de protestas por lo mal que funciona nuestro sistema postal, y la notoria incuria de las autoridades al respecto. Si en el porfiriato una carta se tardaba un día en llegar de una ciudad a otra, en estos tiempos aciagos se tarda una semana para arribar a su destino en la misma ciudad. Sí, para llegar de un lugar a otro dentro de Torreón, cualquier carta dilata siete días. Hagan la prueba. Y eso, si llega. Yo me vi obligado a suspender mi suscripción a la revista TIME, que tenía sus buenos veinte años, porque en 2003 que regresé del extranjero (en Canadá arribaba con puntualidad suiza) y la renové, los ejemplares sencillamente no llegaban a tiempo (y eso en una publicación semanal resulta pecado mortal); a veces no llegaban; o en ocasiones llegaban cinco a la vez (y con un mes de retraso).
Los miembros del sufrido gremio postal me dicen que no es culpa suya; que los tienen trabajando con las uñas; y que mientras la población crece, el número de empleados postales no. Algo hay de cierto en todo ello: el cartero que sirve a mi vecindario tiene que abarcar un área equiparable al de una que otra república autónoma rusa. Y en bici. Y con este maldito clima. La verdad, no podemos cargarles la mano.
Y quizá la postal sea la única burocracia que en los últimos tiempos ha crecido menos de lo que se necesita? lo que resulta notable en este país de chambas innecesarias e ineficientes pagadas con nuestros impuestos.
Algunos dirán que esa decadencia no es otra cosa que un signo de los tiempos: en una época en que casi todos los periódicos y revistas tienen sus páginas de Internet; en que la larga distancia instantánea es una realidad; y en que los mensajes electrónicos son la manera más simple, rápida y económica de mandar información crucial, como chistes sobre AMLO, anuncios de Viagra y el descubrimiento de un sireno en una playa de Campeche, el correo regular ha dejado de tener una función primordial.
Otros alegarán que es un compló más del neoliberalismo, siguiendo la vieja receta consistente en dejar pudrirse un servicio público, generando una imagen generalizada de ineficiencia, para luego proceder a privatizarlo. El problema es que ese escenario no se sostiene por la sencilla razón de que, como en los casos de Pemex y la CFE, el correo es imprivatizable: ¿quién querría comprar organizaciones tan decrépitas e ineficaces?
Aún otros dirán que se trata de una manifestación más de la decadencia de Occidente: una sociedad enajenada, incapacitada para comunicarse, ha abandonado la pluma y el papel para decirse lo que piensa y siente y se concentra en lo efímero, inmediato y superficial. El que la gente deje de gastar las cantidades ingentes de tiempo, dinero e imaginación que antes dedicaba a enviar tarjetas de Navidad con renos, casas de dos aguas tapizadas con nieve y otras imágenes que jamás hemos visto en el Bolsón de Mapimí, sería una señal del Apocalipsis o poco menos.
Tal vez habría que buscarle el punto de vista positivo al asunto: por un lado, las cartas siempre han sido fuente de vergüenzas posteriores. Quién sabe cuántos Grandes Hombres, con nombre de calle y estatuas con su efigie zurradas por las palomas, han visto caer sus bonos cuando se descubren, cien años después, las cartas que le habían mandado a sus amantes, confabulados políticos o simples corresponsales chismosos. Así que a menos cartas, menos desprestigios futuros.
Por otro lado, la decadencia postal nos evitará algunas vergüenzas filatélicas. ¿Se acuerdan de aquella serie de estampillas, de hace unos veinte años, en que los timbres decían: ?México exporta??? ¿Y lo que nos preciábamos de exportar? A saber: tomates, limones, zapatos, herrería, cobre? todos ellos productos con nulo o mínimo valor agregado. Los timbres postales mexicanos de entonces (fíjense en la lista) se vanagloriaban de que teníamos una economía recién salida del Neolítico. Para vergüenzas no gana uno.
Claro, cabe preguntarse qué van a hacer los filatelistas, en qué se van a entretener tantos abuelos ociosos, y qué ocurrirá dentro de medio siglo con la conmemoración de íconos populares de hoy, como el programa radiofónico La Mano Peluda o el egregio Flavio Sosa, primera prueba de la existencia del Homo Neardentalensis en América. ¿Cómo serán homenajeados, si ya no habrá timbres postales? Otra preocupación que le dejamos a las futuras generaciones. Allá ellas.
Consejo no pedido para que le hagan entrega inmediata (ya sabrá usted de qué): lea ?La sombra de Poe?, de Matthew Pearl, cansadona pero exhaustiva novela sobre cómo pudo haber sido la muerte del buen Edgar Allan? y en la que las cartas juegan un papel decisivo para aclarar el misterio. Provecho.
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