Uno de los muchos problemas que crean acciones como la más reciente de Israel, que en su lucha contra Hezbollah se llevó entre las patas la infraestructura y la vida de cientos de libaneses inocentes, es cómo denominar al suceso. ¿La Primera Guerra contra Hezbollah? ¿Se puede hablar de una guerra contra una entidad no estatal? Técnicamente no fue una invasión del Líbano. Y si lo fuera ¿sería la Segunda o la Tercera? Dependiendo de cómo y quién cuente, podría ser cualquiera de las dos. Lo mismo pasa con las Guerras del Golfo. Para muchos (me incluyo), la Primera fue la de Irán-Irak de 1980-88. Pero no, resulta que para la prensa anglosajona la Primera fue la de 1991, para patear a Saddam fuera de Kuwait. Lo cual convierte al actual berenjenal en la Segunda Guerra del Golfo (que terminó (¡Ja, ja!) en mayo de 2003 y sigue hasta la fecha); eso para los americanos. Para la gente sensata y no gringocéntrica, ésta sería la Tercera. Si ya le perdieron el hilo, no los culpo. Andar bautizando guerras puede ser un merequetengue.
Quizá por ello la tradición y la socarronería suelen ponerle nombres simpáticos, chuscos o de plano tirados de los pelos a no pocos conflictos que en este mundo han sido. Algunos evocan cosas totalmente distintas a lo que realmente describen, como por ejemplo la Guerra de las Rosas, que así puesta suena a combate de flores en la kermés de coronación de la reina del Jardín de Niños “Mi ilusión”. En realidad se trató de una salvaje guerra civil británica del siglo XV. Recibió tan florido nombre porque los principales contendientes eran la Casa de York (representada por una rosa blanca) y la Casa de Lancaster (cuyo logotipo corporativo era una rosa roja). Estas dos familias y sus respectivos guaruras en armadura se pelearon durante años por el trono inglés, desangrando a la aristocracia inglesa en el proceso. Finalmente un York bastardo se casó con una Lancaster paliducha y se convirtió en Enrique VII, fundador de la notable dinastía Tudor… que sí, ya lo adivinaron, tenía como emblema una rosa rojiblanca.
Los mexicanos no nos quedamos atrás y tenemos nuestra Guerra de los Pasteles, conocida en la historia oficial como la Guerra contra Francia de 1838. Aunque mucha gente piensa que el bombardeo y ocupación de Veracruz (que entonces obtuvo la primera de sus H’s de Heroica) por parte de la flota gala fue para cobrar los estropicios cometidos en la pastelería de un francés durante una de tantas revueltas del agitado siglo XIX mexicano, la verdad es que ésa era una de muchas reclamaciones. Ciertamente exagerada, pero sólo una de muchas. En realidad Francia vino a quitarnos la mala maña (que nos siguió acompañando buen rato) de no pagar lo que pedíamos prestado. Nos la vino a quitar a cañonazos y de paso incluyó las reclamaciones por daños y perjuicios sufridos por sus súbditos por andar viviendo en tan riesgoso país. El pastelero se dejó caer, eso sí. Pero de que llevábamos una década sin abonar a intereses ni capital, eso que ni qué.
En la historia cubana existe la Guerra Chiquita, como se le llamó a una revuelta en pro de la independencia de España ocurrida entre 1878 y 1880. Uno podría pensar que una rebelión de dos años no tiene nada de chiquito. Pero como que en la isla bella el paso del tiempo es distinto. Los 47 años de dictadura castrista a algunos (que no la tienen que sufrir, incluidos lectores míos, mucho me temo) se les hacen pocos. En fin.
A propósito de duración, la que se lleva las palmas es la llamada Guerra de Cien Años, que en realidad no duró eso, sino más (1337-1453), aunque con largos períodos (a veces décadas) de no beligerancia. Ésta enfrentó a las casas reinantes de Inglaterra y Francia porque la primera quería agandallarse el trono francés debido a oscuras demandas dinásticas. La necedad inglesa estuvo a punto de triunfar, de no ser por dos factores: la prematura muerte de Enrique V en 1422; y la alocada audacia de una anoréxica que oía voces dentro de su cabeza llamada Jeanne Darc, mejor conocida entre la raza de acá como Juana de Arco, ejecutada a fuego lento por los rencorosos anglos en 1431. La muchacha terminó no sólo rostizada, sino como heroína de Francia y santa católica, eso sí.
El nombre de la Guerra de Media Hora, entre el reino de Zanzíbar y la Gran Bretaña, es una exageración: en realidad duró tres cuartos de hora, de las 9 a las 9:45 de la mañana del 27 de agosto de 1896. Fue lo que les tomó a los buques británicos demoler a cañonazos el palacio real en donde residía un sultán que no era de su agrado, y que se había hecho del poder cuando murió su tío. Rápidos, eficaces y convincentes, los súbditos de la Gorda Victoria.
La revuelta que condujo a la caída de la dictadura derechista de Portugal en abril de 1974 llevó el romántico nombre de Revolución de los Claveles. Y aquí sí las flores jugaron un papel: los ciudadanos portugueses portaban claveles para pedirle a las tropas gubernamentales (no muy decididas a defender una dictadura apolillada, de cualquier manera) que no dispararan sobre la gente. Y así ocurrió: algunos soldados optaron por poner los claveles en los cañones de sus rifles, y la imagen le dio la vuelta al mundo, consolidando el nombre de una revuelta inesperadamente incruenta y que terminó con la dictadura militar más larga del siglo XX europeo (sí, más que la de Franco).
Por otro lado, la Revolución de Terciopelo no fue exactamente una guerra aunque sí un cambio sustancial de régimen: así se le llama al proceso, pacífico y lúcidamente ordenado, mediante el cual se derrumbó el régimen comunista checoeslovaco en 1989. Se le llamó así porque las cosas salieron tersas-tersas, sin derramamiento de sangre, con mucho jolgorio y buen humor, y unas nenas festejando en la calle que para qué les cuento…
(Por cierto, un ex alumno me escribió dándome encarecidas gracias por haber visto el tema en clase: gracias a eso se ligó una eslovaca buenísima en París. De nada… y que le haya aprovechado).
Pero quizá la conflagración con nombre más extraño sea la Guerra del Cerdo. En realidad no llegó a ser guerra, y de hecho la única baja fue el cerdo. Es una historia que les encanta contar en Vancouver, en cuyas cercanías se verificó un muy inusual enfrentamiento.
En 1846 los Estados Unidos y la Gran Bretaña finalmente firmaron un tratado que establecía la frontera entre los primeros y la Norteamérica Británica (lo que hoy es Canadá). En buena parte de la línea, no hay bronca: sigue el paralelo 49º. Pero al llegar al Pacífico empiezan los problemas: ahí se decidió que la frontera pasara por el Estrecho de Juan de Fuca (nombre que prueba cuán al norte llegaron los navegantes españoles en sus expediciones desde México por el Pacífico); pero no quedó claro de quién era una isla llamada de San Juan (ídem) situada en esas aguas. A fin de cuentas los británicos pusieron en el norte de la isla un plantío de la Compañía de la Bahía de Hudson (la empresa comercial en operación más antigua del mundo). Pero al mismo tiempo, colonos americanos se instalaron en el sur, suponiendo que estaban en territorio del Tío Sam. Y quiso el destino que, un día de 1859, un cerdo perteneciente al velador del plantío británico se metió a la granja de papas de un colono americano y procedió a comer tubérculos de oquis. Al granjero no le gustó nada el atraco(n), especialmente porque el velador inglés estaba muerto de risa viendo al chancho hacer su travesura. Así que el colono procedió a matar al cochino, e intentó hacer lo mismo con el cochino inglés.
Total, que se armó la tremolera, y tropas de ambos países echaron mano a los fierros como queriendo pelear. De hecho el gobernador de la Columbia Británica ordenó a un capitán inglés que sus tropas abrieran fuego contra los gringos. El capitán hizo gala de una cordura admirable (que tanto escasea entre nuestros políticos) y se negó, alegando que dos grandes naciones no iban a ir a la guerra por un cerdo del que ni las manitas se podían aprovechar ya. Total, se hizo una tregua que duró 13 años. El diferendo fue puesto a la consideración del Káiser de Alemania, el cual determinó (supongo que de pura puntada) entregarle toda la isla a los americanos. No, nunca pagaron el marrano.
En fin, que en esto de las guerras, uno puede encontrar nombres para todos los gustos. Y por todas las razones…
Consejo no pedido para que lo declaren neutral (que no neutro): vea “Enrique V” (Henry V, 1989), preciosa y ágil adaptación de Kenneth Branagh de la obra de Shakespeare. No le saque, le juro que no se va a aburrir. Provecho.
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