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Los días, los hombres, las ideas/Homenaje a los maestros del micrófono

Francisco José Amparán

In memoriam

Ángel Fernández.

Nada más imagíneselo:

“El león sale por el entrevero izquierdo, lanzándose con certera decisión sobre el cristiano que se halla en la lateral, quien intenta una finta, gambeteando junto a la valla. Pero esa maniobra ha sido cortada por el tigre, que procede a morderle el chamorro y arrastrarlo entre una nube de polvo, ¡y me pongo de pie! Ahora el león volante por derecha se introduce con decisión entre la bola de cristianos que han decidido defenderse con todo en el centro del circo, en un típico catenaccio. El respetable público abuchea a quienes de esa manera ensucian el espectáculo y desprecian a quienes han pagado su boleto… perdón, ya sé que los juegos son gratuitos… pero no se vale echar a perder así la emoción del Jugador Número Doce, que honradamente ha venido con sus chavitos a ver sangre y disfrutar de un entretenimiento familiar…”.

La verdad, no sé si hubiera comentaristas en el circo romano. Y dudo que hubieran sido necesarios, o habido alguien dispuesto a ocupar esa chamba, especialmente con lo veleidosos y sanguinarios que eran ciertos emperadores. Pero sí resulta evidente que, acá en el siglo XXI, nos hemos acostumbrado a necesitar que alguien nos diga qué está pasando, aunque estemos viendo lo que está pasando. Tanto así que, hace algunos años, el experimento de la cadena ABC de transmitir un partido de futbol americano de Lunes por la Noche sin locutores (bueno, era un juego de los Jets: no mucho qué escribir a casa) resultó debut y despedida. Y aunque todo-mundo se queja de los narradores deportivos (comportamiento, al parecer, universal), hubo entonces quien clamara por el regreso de Al Michaels. Como no dudo que si se transmitiera un partido de futbol mexicano sin narración, hordas de aficionados saldrían a las calles con machetes demandando la vuelta del “Perro” Bermúdez o el Joserra. Pobres.

Por supuesto, la profesión de comentarista nació de una necesidad real: la de contar por la radio lo que estaba ocurriendo, dado que el aficionado no tenía la fortuna de poder verlo en un tubo de rayos catódicos. En esos tiempos heroicos existían auténticos magos del micrófono, que lograban hacer que las masas se sintieran en el estadio, vivieran el ambiente y sudaran la gota gorda mediante el simple uso de la voz, el poder imperecedero de la palabra. Y eso, en todos lados y a todos los niveles: el anciano pescador de “El viejo y el mar”, la célebre novela de Hemingway, creía conocer a Joe DiMaggio como si fuera su vecino gracias a la cercanía creada por las emisiones de sus partidos, captadas en un radio desvencijado.

Que fue lo que nuestros ancestros hicieron durante décadas para disfrutar de sus deportes favoritos. Como recuerdo nebuloso tengo presente a mi padre, a principios de los sesenta, oyendo (en el radio Admiral azul turquesa de la casa) alguna Serie Mundial narrada por Eloy “Buck” Canel, con su acento de tener una papa caliente en la boca y su célebre frase “No se vayan que esto se pone bueno”. Sí, una de las memorias más remotas de mi existencia. Y aún me acuerdo de esa voz (Ahí nomás y para que vean, Canel está en Salón de la Fama de Cooperstown).

Todo cambió cuando la televisión se hizo no sólo omnipresente en los hogares, sino que empezó a extender sus tentáculos a todo tipo de eventos. En estos tiempos en que se transmiten hasta juegos regulares de la Primera División “A” del futbol nacional (siendo que la mayoría de los partidos de la División de Honor (¿?) son infumables), y uno puede ver torneos de póker, de dominó y de matatena uruguaya (sí, con comentaristas), a los jovenazos les resultará extraño saber que hace treinta años había que esperarse hasta cierta hora de los domingos para conocer los resultados de la Liga… y que se ignorara campesinamente que existía siquiera la Champions. Eran los años pioneros, en que la crónica deportiva televisiva hacía sus pininos y marcaba el rumbo que seguiría de ahí p’al real.

Y fue entonces cuando surgieron figuras señeras, que hicieron tradición y ahí están como ejemplo: Paco Malgesto (antes de que el futbol desplazara a los toros como diversión dominical), Fernando Luengas, el Sonny Alarcón, Fernando Marcos, el Mago Septién (al que le escuché contar el pasbol de Mickey Owen unas 84 veces)… y claro, Ángel Fernández, quien hace unos días se fuera a narrar el encuentro Serafines contra Arcángeles de la Liga Celestial.

Por supuesto, Angelgrito (como lo llamaban sus enemigos, que no escaseaban) marcó un hito no sólo en la narración deportiva de este país, sino en la influencia de la televisión sobre el público en general. ¿Qué cronista ha bautizado a equipos enteros y docenas de jugadores con apodos que se conservan (o recuerdan) décadas después? ¿Quién podía hacer que un partido intragable y aburrido resultara, a través de su narración, el equivalente futbolístico del Día D o la Guerra de Troya? ¿Quién podía intercalar citas de Shakespeare o John Dos Passos en un bodrio de juego Zacatepec-Leones Negros… y hacerlo interesante? La verdad, Ángel Fernández era un genio del micrófono, que creó escuela. Claro que, como en toda escuela, hay burros, aplicados y gente que nunca debió haber entrado. Pero en fin. Sin duda su influencia es perdurable y las demostraciones de cariño surgidas por todos lados en estos días son testimonio de la huella que dejó. Personalidades tan dispares como el susodicho Bermúdez, Enrique Burak y el magnífico escritor Juan Villoro declararon que su vocación por el uso (y abuso) mágico de la palabra nació escuchando las trepidantes narraciones de Ángel Fernández. Yo sólo puedo decir que recuerdo algunas de sus anécdotas de hace treinta años como si las hubiera contado ayer. Y que la mayoría de los actuales comentaristas son perfectamente prescindibles… y él no.

Algunos de los panegiristas del fallecido se quejaron amargamente de que las nuevas generaciones no conocen la grandeza de quienes empezaron a picar piedra. Que cómo es posible que mucha gente que se dice aficionada al futbol no supiera siquiera de la existencia (e influencia) del difunto. Quizá ello tenga que ver con un hecho demográfico indiscutible: que Ángel Fernández se retiró de la televisión (para efectos prácticos) hace 25 años… lapso en el cual ha nacido un 38 por ciento de la población de México. A eso añádasele la aversión que en este país se le tiene a homenajear a la gente sin poder y que no exista nada parecido a un Salón de la Fama del Soccer y esa ignorancia, la verdad, no resulta tan extraña.

Pero podríamos aprovechar el viaje para rendir homenaje no sólo a Ángel Fernández, sino también a otros cronistas a quienes les debemos mucho del aprecio y conocimiento y buenos momentos vividos en esa deleitosa experiencia consistente en ver a montones de tipos sudorosos y al borde del colapso mientras uno reposa en un sillón con una cerveza fría en la mano.

Sin duda un lugar especial en nuestro corazón le pertenece al equipo original de comentaristas de futbol americano de Televisa. Habría que recordar que el primer juego jamás televisado en México fue el Super Bowl III de 1970. Y claro, quienes no éramos ni porros de la UNAM o el Poli, ni tránsfugas de alguna High School gringa, no sabíamos un cuerno sobre ese deporte. El cual, hay que admitirlo, no es tan fácil de entender de botepronto: mi mujer tiene más de quince años tratando, y sigue sin comprender cómo se logra un primero-y-diez… ni para qué rayos sirve. Todo lo cual hace más encomiable lo que consiguiera el trío de Fernando Von Rossum, Jorge Berry y el paisano Víctor Serrato, que se hicieron cargo (y en qué forma) de cumplir la virtud teologal de enseñar-al-que-no-sabe. Esos señorones se ocupaban no sólo de narrar el juego, sino de explicar con gran capacidad didáctica y paciencia benedictina las reglas, intríngulis y pormenores del deporte. Muchos aprendimos a amar el futbol americano gracias a las ganas y a la calidad de esos comentaristas. Y claro, como en aquellos tiempos eran ellos quienes escogían qué partidos transmitir, se iban por el lado de los buenos, dejando una influencia imperecedera: Acereros, Delfines, Raiders, Vaqueros. Muchos que estamos tatuados de Negro-&-Oro se lo debemos a las telúricas narraciones de aquellos clásicos Pittsburgh-Houston.

No pocos narradores de estos tiempos les deben casi todo a aquellos pioneros… aunque no suelan reconocer su herencia. A veces por ignorancia, a veces por simple petulancia o mezquindad. Una excepción ocurrió cuando ESPN invitó a Von Rossum a compartir la cabina, en la histórica transmisión del primer juego oficial de la NFL fuera de Estados Unidos, en el Estadio Azteca. Ahí Raúl Allegre le dio las más sinceras gracias al regiomontano, por haberlo introducido al deporte que tantas satisfacciones (y dos anillos de Super Bowl) le había dado. Creo que a muchos se nos hizo un nudo en la garganta. Insisto: en este país ese tipo de agradecimientos no menudean que digamos.

En fin, que quise hacerle un breve homenaje no sólo a Ángel Fernández, sino a todos aquellos que nos dieron algunos magníficos momentos… y que hoy están mayormente olvidados.

Esto va a todos los que quieren y a todos los que aman una buena narración.

Este es el juego de la vida.

Consejo no pedido para evitar que lo llamen Cocodrilo, Confesor o Supermán: vea la jocosa “Ligas Mayores” (Major League, 1989) con Charlie Sheen y Tom Berenguer, donde algunos de los mejores gags son del locutor del estadio (Bob Uecker, que en la realidad lo fue de los Cerveceros de Milwaukee). Y si no lo ha leído, no deje de conocer ese prodigio narrativo que es “El viejo y el mar”. Provecho.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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