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Los días, los hombres, las ideas/La nada rara condición de ser “raro”

Francisco José Amparán

Seguramente a usted le han ocurrido una o varias de las siguientes situaciones (u otras parecidas):

Situación 1: A las tres horas de iniciada una animada fiesta echamos de menos a Fulanito, a quien habíamos visto y saludado al arranque del festejo. Hacemos las indagaciones pertinentes y el anfitrión nos informa, con cierto dejo conspirativo, que Fulanito se largó sin avisar ni despedirse de nadie; había llegado a esa conclusión no sólo por su evidente ausencia, sino porque no era la primera vez que hacía algo por el estilo. El anfitrión termina la explicación con un contundente: “ Tú sabes, Fulanito es rarón”.

Situación 2: Siendo adolescentes, vamos por primera vez a comer a la casa de un condiscípulo. En mis tiempos, ser adolescente implicaba portarse la mar de amable con los adultos que uno apenas conocía; tratar las casas ajenas como si fueran el castillo de Windsor; y nunca, absolutamente nunca decirle “güey” a ningún pater familias. Pero no se crean, había límites. Al sentarnos a la mesa, nos topamos con un plato rebosante de una sustancia caldosa y desconocida, que a simple vista parece una cruza entre birria y napalm. Al probar el guiso comprobamos lo que habíamos sospechado: que es un platillo regional (de alguna región del Averno); y que rebosa de grasa, especias y carne de procedencia sospechosísima. Por ese sentido de la decencia que quién sabe dónde quedó en este país, de cualquier manera la entramos, comentando lo sabroso que está el platillo y preguntando muy educadamente cómo se llama. La señora nos explica que es una receta familiar, que algún pariente del inframundo inventó generaciones atrás. Volvemos a encomiar el menjurje, y haciendo de tripas corazón lo terminamos. Mal se vacía el plato, la señora nos apunta con espantoso cucharón, rebosante del temible caldo, y nos pregunta si queremos más. Sonriendo penosamente, decimos que no, que muchas gracias, que estamos satisfechos. Vemos en la expresión de la señora que algo se rompe en ese momento: la confianza en el amigo de su hijo, o su reputación como cocinera, o la creencia de que uno es ser humano. Quizá las tres cosas. Insiste tibiamente y nosotros volvemos a rehusarnos amable pero firmemente. Al llegar el momento de levantarnos, al tiempo que salimos del comedor, alcanzamos a escuchar cómo la mujer le susurra a su hijo. “Oye, tu compañero se me hace medio raro”.

Situación 3: Un colega del trabajo nos pregunta si no estaríamos interesados en adoptar a una cacatúa mestiza de cola partida de las Islas Nuevas Hébridas. Le informamos que gracias, que nunca nos han gustado las aves en cautividad; y por no dejar, preguntamos qué alimentación se le da a una cacatúa mestiza de cola partida de las Islas Nuevas Hébridas. El compañero nos responde que ni idea, que es un favor que le está haciendo a su cuñado, quien tiene tres docenas de esos pájaros; y como ya no caben en la jaula tamaño casa de Infonavit en que las guarda, quiere hacer una depuración. El compañero termina por sincerarse y expresar que, en lo que a él respecta, que se mueran todos los avechuchos, a los que el cuñado trata mejor que a su hermana. No sólo eso: tiene veinte libros sobre las aves canoras del Pacífico Sudoccidental que son como su Biblia, y continuamente escucha grabaciones de los sonidos de la selva de Kalimantán, con trinos de pájaros, rugidos de felinos y ululaciones de orangutanes en celo. Y el cierre lapidario: “Sí, mi cuñado es bastante rarito”.

Quizá estén de acuerdo conmigo en que largarse a dormir sin avisar cuando uno tiene sueño, evitando así tener que pasar por media hora de abrazos de diputado y todo tipo de chistes malos; negarse a consumir un gramo más de un alimento que ya le tapó un 80 por ciento de la arteria femoral; y admirar a ciertas aves y su hábitat más que a la cónyuge que usa mascarilla de aguacate a diario, no son acciones tan extrañas. De hecho, bien mirado, tienen una dosis bastante alta de cordura. Y sin embargo, cuando a alguien que hace algo así se le tilda de “raro”, nadie pestañea siquiera. Lo cual nos lleva a preguntarnos qué entendemos por “raro” en nuestra sociedad.

Y cómo le ponemos ese adjetivo al prójimo. Ah, porque ésa es otra peculiaridad: uno Nunca es raro. Quizá uno sea especial, excéntrico y fuera de lo común, alguien que no se deja llevar por las masas enajenadas con los reality-shows y los concursos de cantantes. Pero eso sí: raro, jamás.

Por supuesto, hace ya mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, el adjetivo “raro” (o su diminutivo, “rarito”) se le adjudicaba principal y pudorosamente a quienes hoy llamamos, en la correctez política más absoluta, “personas con preferencias sexuales alternativas”.

Después, quizá porque la homosexualidad mexicana salió del closet; o porque todo el mundo se moría de ganas de cantar “Querida-ah-aha” a todo pulmón sin sentimiento de culpa, la palabra perdió esa connotación. Pero eso no quitó que, dependiendo de muy diversas circunstancias, todos nosotros resultemos, en algún momento de nuestra vida, considerados como “raros”.

De todo lo anterior podrían sacarse algunas conclusiones simples y a botepronto: la primera es que “ raro” es quien no se comporta como nosotros suponíamos que debiera. De esa manera solventamos el que alguien desafíe las leyes de la naturaleza que suponemos inmutables, y además se salga con la suya. Si actúa así es por algún tipo de deformación moral o recóndita perversión de su civilidad. Vaya, no es normal. Eso explica por qué puede navegar por esta vida con velas desplegadas, pese a que no hace lo que nuestra mamá siempre nos dijo que se debería hacer.

Segunda conclusión: tildamos de “raro” a quien emplea buena parte de su tiempo, dinero, esfuerzo y (sobre todo) pasión en algo que nos resulta abstruso, bobo o meramente incomprensible. Irle a las Chivas o a los Yankees, o hacerle a la filatelia, son pasatiempos que nadie considera fuera de lo común. Pero coleccionar colas de lagartija, aprenderse de memoria el Popol Vuh en maya o dormirse a pierna suelta en el primer tiempo de un partidazo Santos-Veracruz vienen constituyendo actitudes incómodas, que sólo le podemos adjudicar a algún tipo de desviación psicológica: el que no se entusiasma como yo por las emisiones de “Aullando por una utopía”, es que es “raro”.

Claro que con frecuencia lo que hacemos es envidiar las ganas que esa gente le echa a algo que consideramos fútil… pero que nosotros somos incapaces de imprimirle ni siquiera a lo que se supone nos es más importante.

Tercera conclusión: cada quién tiene su clasificación de “raros”, y ésta depende de sus muy particulares fobias, filias y prejuicios heredados o adquiridos. Así, las madres tienen una colección muy amplia de comportamientos ajenos que sólo pueden adscribírseles a los “raros”. Durante la adolescencia, los clanes de espinilludos pueden llegar a ser muy crueles con quienes reciben esa tipificación… que depende de cada clan. Y qué decir de quienes se siguen moviendo en el siglo XXI con visiones estéticas del XIX y educación formal del XX. Por eso, lo raro es no ser “raro”… según la tabla de valores de alguien más.

El único ámbito en que no existen los “raros” es en la política. Ahí ningún comportamiento, por aberrante que sea, se considera extravagante o bizarro. Un partido puede desconocer a su candidata presidencial porque un bufón bastante astuto ofrece dinero, imagen y quién sabe cuántas inserciones pagadas a plana entera… y a nadie le parece raro.

Es decir, a ningún miembro de esa casta constituida por los que no hacen nada productivo y viven a expensas de nuestros impuestos. Como nadie dentro del PRI parece alarmarse cuando un ochenta por ciento de los mexicanos dice que ni locos van a votar por Madrazo. “Raro”, al parecer, sería el que cuestionara por qué se escogió al peor candidato posible. No que hubiera mucho de dónde escoger, la verdad…

Total, que si en su aula, oficina o negocio lo consideran “raro”, no se agüite. Como ya vimos, es una situación a la que nadie es ajeno. Y yéndonos a los extremos, siempre puede alegar que los “raros” son todos los demás. A veces funciona… sobre todo si se es psicópata o asesino en serie.

Consejo no pedido para pasar por normal: Vea “Billy Elliot” (2000), sobre el hijo de un rudo minero que quiere estudiar ballet. Vea también “Los muchachos no lloran” (Boys don’t cry, 1999) con Hilary Swank, sobre los extremos a que se puede llegar para embonar en el entorno… y las trágicas consecuencias que ello puede acarrear. Y lea los clásicos: “El manantial” de Ayn Rand, lúcido alegato sobre el individualismo; y “El extranjero” de Albert Camus, que en el nombre lleva la fama. Provecho.

PD 1: ¿Ya vieron? ¿Ya vieron, hombres de poca fe? Claro que los últimos seis malditos minutos del juego del domingo pasado le quitaron como tres años a mi expectativa de vida. Pero bueno. Y si ya domamos Potros, ¿por qué no hemos de poder con los Broncos? Caballitos a mí…

PD 2: “Domingos a la vuelta de la esquina” está en la Librería del ITESM. Sí, ahí sigue. Y a la venta.

PD 3: ¿Nada sobre Birján? ¡Válgame!

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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