Comentábamos el domingo pasado cómo, en la misma semana de hace quince años, se presentaron dos fenómenos disímiles pero fundamentales para la comprensión del mundo presente. Por un lado, el borrachín Yeltsin y su camarilla se encerraron como capos mafiosos en una mansión y entre pomos de vodka decidieron la disolución de la Unión Soviética; y por el otro, en el pintoresco pueblito holandés de Maastricht (algunos españoles puristas insisten en que se debe decir Mastrique? lo que suena a pegavidrios) se concretó el paso de la Comunidad Económica Europea a una entidad mucho más cohesionada y con mayores facultades sobre los países miembros, la Unión Europea. Mientras el país más grande del mundo se desintegraba presa de sus ineficiencias, Europa invertía sus fuerzas en hacerse más unida (y poderosa) que nunca.
Ahora bien: cuando empezaron los procesos que culminaron en Maastricht y Minsk, nadie pensó que pudieran terminar de esa manera.
El primero arrancó en 1957 en Roma, cuando seis países de Europa Occidental, conducidos por estadistas visionarios y de fuste, decidieron terminar de una buena vez y para siempre con las guerras europeas. ¿Cómo? Uniendo las economías de los más viejos y enconados antagonistas, el mundo germánico y el latino, Alemania y Francia. La premisa es muy elemental: yo no mato a mi principal cliente, no le hago daño a mi mejor proveedor. Seis socios comerciales no queman la tienda que es de todos. En un continente devastado por dos guerras mundiales en los 40 años previos, la iniciativa parecía sensata.
Y resultó sumamente exitosa. De seis países miembros originales, para 1984 la Comunidad Económica Europea pasó a doce y con quién sabe cuántos más haciendo cola. Las bondades de la unión comercial, el derribo de fronteras y el cese de los aranceles hacían de la CEE el tarro de miel al que se quería arrimar cuanta mosca había en los alrededores. Luego se dio el paso de Maastricht. Hoy la UE tiene 25 miembros y en unos meses se verá si se amplía a 27, aceptando a otros parientes pobres del barrio, Romania y Bulgaria. Así las cosas, una nueva guerra europea, que todavía hace medio siglo era un peligro latente, hoy es impensable. La generación del Tratado de Roma (De Gasperi, Schumann, Monnet, Adenauer) realizó una labor formidable, ayudada por otras con visión y sin ganas de estorbar. Ésa es la diferencia entre verdaderos estadistas y diputadetes bufones, interesados sólo en organizar piyamadas y concursos de quién hace los peores ridículos.
El segundo proceso inició en 1986, cuando Mikhail Gorbachev, viendo que la nave soviética se hundía de puro anacrónica, decidió dar un poderoso golpe de timón. Para sacar a la economía de su marasmo, Gorby anunció una reestructuración de la misma (Perestroika) y el debilitamiento de las seculares limitaciones a la expresión del pueblo soviético (Glastnost). Con ello esperaba aflojar tensiones y soltar algo del vapor que iba a causar la mentada Perestroika.
El problema es que el programa de reformas económicas, el importante para Gorbachev, nunca funcionó. Había demasiadas cosas podridas en la URSS, demasiada resistencia al cambio y una estructura burocrática más terca que una mula entequilada. La economía soviética siguió yéndose a pique y para acabar de fruncir lo arrugado, el acceso a satisfactores esenciales disminuyó. Decepcionado, el pueblo soviético estaba que trinaba de coraje.
Pero ahora podía no sólo trinar, sino hacer gorgoritos, cantar rancheras o entonar arias si le daba la gana. Una población tradicionalmente reprimida aprovechó el Glastnost para criticar, demandar, manifestarse, opinar como nunca antes. Y claro, esto tuvo profundas y amplias repercusiones: se cuestionó duramente un sistema político que luego de 70 años no daba más de sí; le proporcionó voz a los nacionalismos que habían estado latentes hasta entonces y que ahora pedían a gritos ser escuchados; y le dio esperanzas a los habitantes de los países satélites. Si eso podía ocurrir en la URSS, ¿por qué no en Hungría, Polonia, Checoslovaquia..?
El clamor condujo, como primer efecto, al rompimiento del monopolio político que siempre había tenido el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Al rato surgieron partidos y grupos políticos como hongos. Uno no se la creía, viendo por la tele una manifestación del Partido Zarista, con retratos de Nicolás II y toda la cosa. En diversas repúblicas (de las 15 que conformaban la URSS) aparecieron grupos nacionalistas que demandaban mayor autonomía, estaciones de radio que transmitieran en armenio y no en ruso; o ya de plano, la independencia. Incluso en la misma Federación Rusa (Rusia), la república más grande y más poblada, se oían voces que clamaban por deshacerse de ucranianos, letones, tártaros musulmanes y kazajos y recuperar la pureza de la Santa Madre Rusia.
A esas pasiones primarias recurrió el presidente de Rusia (no de la URSS; ése era Gorbachev), un demagogo populista y devoto amante del jugo de papa, llamado Boris Yeltsin. Éste supo canalizar el descontento popular a favor de su agenda. ¿Cuál era ésta? Para ser el mandamás de Rusia, había que deshacerse del que estaba encima de él, o sea Gorby. Y para ello, había que desmantelar la estructura que lo ponía encima de él, o sea la URSS. Con tal de gobernar sin trabas a una de las RSS?s, Yeltin estaba dispuesto a mandar al diablo a las otras catorce. Y se salió con la suya.
Mientras tanto, en los países satélites de Europa Oriental, los regímenes comunistas se fueron desplomando uno por uno con pasmosa rapidez. Al terminar 1989 (el Annus Mirabilis, el de la caída del Muro) no quedaba ni uno en pie. Como muestra de cómo hay gente capaz de autoengañarse, Gorbachev siempre había pensado que, en elecciones libres, los comunistas prevalecerían. En los primeros comicios decentes en Polonia, ese año, los comunistas obtuvieron un escaño de cien en el Senado. Lo mismo ocurrió, en mayor o menor medida, en todos lados. En cuestión de meses el mentado Bloque Oriental se hizo talco.
Lo cuál a Gorby ni fu ni fa: a esos países los veía más como lastre que como activos; y en una era de misiles Crucero, su función como muros de contención o amortiguadores contra un ataque desde Occidente valía queso.
Pero a los militares y al pueblo soviéticos aquello les dolió en el alma. El Bloque era el símbolo de su poderío, de la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Aunque endiabladamente popular en Occidente, en la URSS muchos veían a Gorbachev como alguien que había tirado al niño junto al agua sucia de la tina.
Por eso cuando Gorbachev propuso lo que él llamó ?el Nuevo Tratado de la Unión?, destinado a darle una enorme autonomía a las repúblicas, la Vieja Guardia Comunista procedió a intentar un golpe de Estado, en agosto de 1991. Detuvieron a Gorby en su casa de veraneo en la Crimea, e intentaron apoderarse de los sitios importantes de Moscú. Fracasaron por tres razones: el golpe estaba planeado con las patas; el Ejército no estaba dispuesto a disparar contra la gente; y sobre todo, por la respuesta del pueblo moscovita, que rápidamente se movilizó para proteger las reformas de los últimos años. Convenencieramente, Yeltsin se apareció para conducir la resistencia, llegando a treparse a un tanque sin abollarlo. Así, él fue quien quedó como héroe. El golpe abortó en menos de 48 horas, pero Gorbachev salió sumamente lastimado: era él quien había puesto en los altos mandos a quienes lo habían tratado de derrocar. En un gesto bumeránico, disolvió el PCUS? que era el que le había dado el poder en primer lugar.
Entre agosto y diciembre de 1991, Yeltsin hizo todo cuanto pudo para humillar públicamente a Gorbachev, que se fue quedando cada vez más solo. Por fin, los presidentes de Rusia (o sea Yeltsin), Bielorrusia y Ucrania se reunieron en las afueras de Minsk, y declararon que abandonaban la URSS para crear una entelequia que llamaron Comunidad de Estados Independientes. Como una última cachetada guajolotera a Gorbachev, ni siquiera le avisaron de lo acordado? aunque sí pusieron al tanto al presidente Bush. Para que vean que hay políticos aún más rastreros, cínicos y aviesos que los mexicanos.
En todo caso, el mundo del presente es resultado directo de esos acontecimientos ocurridos hace quince años. Y no, no parece que fue ayer. No se hagan.
Consejo no pedido para quedar dentro de la Zona Euro (y que no lo golee el Barcelona, je, je): lea las ?Memorias? de Jean Monnet, interesante recuento de los días en que se jugó el futuro de Europa? y se ganó. Provecho.
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