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Los días, los hombres, las ideas/Trae los impuestos... bien puestos

Francisco José Amparán

Dicen por ahí que hay dos cosas inevitables en este mundo: la muerte y los impuestos. De la muerte no lo dudo, especialmente tras haberme quedado sin pelo del que puedan disfrutar los gusanitos panteoneros. Pero de los impuestos tengo mis dudas: según indicadores, ocho de cada nueve de mis compatriotas les sacan la vuelta en mayor o menor medida. O sea que un evasor de impuestos en cada hijo te dio.

Cada diciembre se presenta el mismo lamentable espectáculo: nuestros notables legisladores discutiendo hasta altas horas de la noche una miscelánea fiscal hecha con las patas, llena de parches y formada por decisiones precipitadas y sacadas de la manga. Aunque es notorio que este país requiere una reforma fiscal a fondo y radical, se sigue jugando a la casita, haciendo remiendos aquí y allá, preservando un sistema impositivo complejo, injusto e ineficiente, que contribuye a disminuir nuestra competitividad internacional, y que es el que menos recauda (proporcionalmente) en el mundo. Así que el Estado mexicano, en poco más de 180 años, ha sido incapaz de cumplir con las dos cosas que debe hacer todo estado: darle seguridad a los ciudadanos; y recaudar fondos con qué funcionar. No muy buen historial que digamos. Y para colmo, nuestros notables legisladores no parecen muy preocupados por deshacer el entuerto.

Solemos olvidarlo, pero la cuestión impositiva ha sido clave para la construcción del mundo que hoy vivimos. Las tres grandes revoluciones de la Modernidad, la Inglesa del Siglo XVII, la Americana y la Francesa del XVIII, tuvieron como causas sus respectivas broncas con los impuestos.

(Aclaración: por supuesto me refiero a revoluciones exitosas? por si a alguien le extrañó la ausencia de la Mexicana, la Bolchevique o la Cubana en el listado anterior).

Carlos I de Inglaterra parecía líder sindical petrolero: no tenía llene, y no le importaba de dónde salía el dinero que gastaba a puños. Más aún: se creía presidente priista, dado que esperaba que todos sus requerimientos fueran aprobados por un Parlamento sumiso y agachón. Pero resultó que los nobles ingleses se cansaron de andarse empinando y le pusieron el alto al buen Carlitos: decidieron que era la representación del pueblo inglés quien decidiría qué impuestos pagaría el pueblo inglés: una premisa básica de todo sistema político moderno: el que paga debe decidir qué y cuánto paga.

A Carlos el asunto no le hizo risa, y luego de mucho estira y afloja, terminó agarrándose del chongo con el Parlamento. De ahí se derivó una guerra civil que terminó con uno de los grandes triunfos de la Modernidad: Carlos fue capturado, juzgado y ejecutado. Por primera vez, la representación popular se imponía a la monarquía. Por primera vez, el pueblo (al menos una parte de él) quedaba por encima de tradición y estirpe. Y por primera vez quedó claro que los reyes ingleses no podrían poner impuestos así como así? al menos a sus súbditos de las Islas Británicas.

Brincamos siglo y medio: a otro rey inglés, también muy gastalón, se le hizo fácil sacar dinero poniéndoles impuestos a los habitantes de las colonias británicas en Norteamérica. Según su criterio, los americanos debían mocharse por la defensa de su territorio y contribuir a la grandeza del imperio cubriendo ciertos aranceles e impuestos que no pagaba ningún otro súbdito de Jorge III. Peor aún, esos impuestos eran absurdos y agarraban parejo, pegándole a ricos y pobres. Los más famosos son, por supuesto, la Ley del Timbre y el impuesto al té.

Según la primera, todo impreso en las colonias debía pagar un impuesto especial. Para probar que éste se había pagado, había que pegarle timbres a los impresos? así fueran éstos naipes o panfletos con las ofertas del viernes de la carnicería ?El novillo mayestático?. Ya se imaginarán lo impráctico que resulta el andarle pegando un timbre a cada baraja de un mazo, a cada folletito repartido en los semáforos (aunque aún no hubiera semáforos). La gente sencillamente se rebeló: primer desafío a un rey manirroto y un Parlamento al que le importaba muy poco lo que pensaran los súbditos de allende el Atlántico? los cuales, por cierto, no tenían un solo representante en tan augusto organismo. Al rato el impuesto tuvo que ser derogado? pero ya había empezado a crearse la mala sangre.

Luego el Parlamento salió con un impuesto especial al té? pero sólo al consumido por los colonos americanos. Éste era el equivalente al pretendido impuesto a los refrescos mexicanos, pero a lo bestia. Hay que recordar que, en aquellos días, las únicas bebidas estimulantes eran el té y el café. No había gaseosas, ni Toros Rojos ni nada por el estilo: puro té y café. Y claro, un impuesto al té le pegaba a la economía de prácticamente todos. La revuelta contra el impuesto al té se tradujo en una mayor presencia militar inglesa en las colonias; y esto a su vez condujo a la rebelión abierta. A fin de cuentas, las Trece Colonias se separaron de la Corona Inglesa y siguieron su propio camino? y todo por andar con misceláneas fiscales idiotas y alevosas.

La Revolución Francesa también se originó en cuestiones fiscales. Luis XVI de Francia, aunque medio tonto y mandilón, cayó en la cuenta por ahí de 1780 que el Estado galo llevaba un siglo gastando más de lo que ganaba. Y concluyó, agudo como era, que la situación no podía continuar. Lo más interesante es que cualquiera podía ver cómo acabar con el déficit: cobrándole impuestos a los terratenientes, aristócratas y clérigos que acaparaban tierras y riqueza, y no pagaban un quinto al fisco. Sin embargo, dado que esos privilegios llevaban siglos, y Luis no era muy enérgico que digamos, decidió buscar consejo; así que convocó a una Asamblea de Notables para asesorarse. Los mentados Notables eran notablemente ineptos, pero llegaron a una decisión trascendental: esos impuestos, o cualquier reforma importante a la estructura política y administrativa de Francia sólo podía ser aprobada por los Estados Generales, una especie de Parlamento? que no había sido convocado en siglo y medio. Para que vean lo que se respetaba la voluntad popular en aquellos días.

A fin de cuentas los Estados Generales terminaron transformándose en Asamblea Nacional, la cual redactó una Constitución que reformaba profundamente el Estado y limitaba los desaguisados que podía cometer el tonto de Luis. Lo cual, ciertamente, no le salvó la cabeza ni a él ni a la detestada María Antonieta.

Como puede verse, la historia nos enseña que la cuestión fiscal es harto delicada. Por eso los legisladores de todo país y tendencia intentan no pisar muchos callos a la hora de decidir qué se va a gravar. Y por eso, en todos lados se encuentra una salida (aparentemente) fácil: cargarle la mano a lo (aparentemente) indefendible.

En Estados Unidos les llaman ?sin taxes?: impuestos al pecado. Esto es, gravar aquellos artículos o actividades que hacen daño, como el tabaco, los licores y las apuestas. ¿Quién va a oponerse a que se le cobren impuestos a lo que afecta a los buenos ciudadanos, que voluntariamente quieren convertirse en chacuacos o ponerse sus buenas guarapetas?

Si se fijan, por ahí iba el argumento para gravar a los refrescos: como los mexicanos somos de los que más consumimos de esas porquerías; y como ello tiene por resultado cada vez más obesos, diabéticos y falladores de penalties, entonces hay que limitar su consumo atizándole un impuesto especial a las bebidas carbonatadas.

Lo cual es una falacia: jamás ha bajado el consumo de cigarrillos con motivo de un aumento en su costo. En ningún país la gente ha dejado de chupar por un impuesto al licor. En realidad, lo que se pretende es recaudar más apelando a los malos hábitos e instintos de la población? sabiendo que resulta muy difícil arrancarlos; que la gente seguirá consumiendo ? y que apechugará pagar el impuesto que le pongan. Así de frágil es la condición humana.

Y así de abusones suelen ser los legisladores; de aquí y de todos lados.

Consejo no pedido para hacer deducibles las sobras de pavo: Vea ?Restauración? (Restoration, 1995), con Sam Neill y Meg Ryan, sobre la Inglaterra de Carlos II? quien aprendió la lección de su padre, y se dedicó a la lujuria y la buena vida, dejándole al Parlamento el enojoso encargo de gobernar. Provecho.

PD 1: El buen Alberto Cisneros me escribe desde la fría Estocolmo para aclarar que la festividad sueca de Santa Lucía, a la que me referí el domingo pasado, ya no incluye la pérdida de la virginidad de las güeras; que ésa era práctica de los vikingos. Así que ya saben, raza que ya andaba haciendo sus maletas: olvídenlo.

PD 2: Ah, y muy feliz 2007. Digo, peor que el 2006, está difícil?

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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