San Andreas’ missfortune/
will claim the lives/
of sons and wives/
the headlines will fill page
after page
Klaatu, “California Jam”
En el mes que hoy termina se conmemoraron los aniversarios de dos desastres muy diferentes entre sí, y separados por ocho décadas. Uno fue natural, en el otro intervino la mano (mejor dicho, las patas) del hombre. Pero nos sirven de pretexto para hacernos algunos planteamientos sobre el futuro… y de cómo enfrentarlo según las lecciones del pasado.
Este abril se cumplió el centenario del gran terremoto que en 1906 (¡obvio!) destruyera la ciudad de San Francisco; y el vigésimo aniversario del peor accidente nuclear de la historia, la explosión del reactor número cuatro del complejo (entonces) soviético de Chernobyl. Como decíamos, dos catástrofes muy diferentes, pero que se prestan a la reflexión.
San Francisco era un boomtown ameno, pecador y muy movido cuando un temblor arrasó con la ciudad hace cien años. Aunque, para ser justos, habría que aclarar que buena parte de la destrucción material y humana ocurrió no tanto por el derrumbe de los edificios, cuanto por los incendios que se desataron por toda la ciudad: la cocina y la calefacción dependían de braseros y estufas de carbón (volcados con la zarandeada), y los conductos de agua para los bomberos resultaron cortados por lo mismo. Algo así, aunque mucho peor, ocurriría en el gran terremoto Kanto de 1923, que arrasara Tokio matando decenas de miles de personas, rostizadas por la tormenta de fuego que se dio por razones semejantes.
En California las lecciones fueron dos: había que construir edificios y ciudades de manera diferente, dado que se trataba de una zona sísmica. Y había que hacerlo en serio porque, como lo demostraron los estudios a lo largo del siglo, una removida semejante se va a repetir. Nadie sabe cuándo ni dónde. Pero se va a repetir. Por supuesto, ya ha habido otros buenos sustos (como los de Loma Prieta de 1989 o de Northridge de 1994). Pero todo el mundo sabe que en algún punto en el futuro aguarda El Próximo Grandote (The Next Big One).
No hay residente o visitante de California que desconozca la existencia de la Falla de San Andrés, un punto de contacto entre dos placas tectónicas que tienen la cochina costumbre de moverse y deslizarse sin decir agua va. Para que se den una idea: el Golfo de California o Mar de Cortés no es otra cosa que una zanjota creada por ese estira y afloja. De manera tal que cuando hay un desplazamiento brusco, las consecuencias pueden ser enormes. Y los expertos están de acuerdo en que, tarde o temprano, una placa se va a deslizar masivamente debajo de la otra, desatando un terremoto que puede crear destrucción a escala bíblica. Especialmente si el epicentro se halla debajo de una gran ciudad como Los Ángeles. O en una zona económicamente sensible como Silicon Valley, donde se genera buena parte de la tecnología computacional del mundo.
Las repercusiones que puede tener El Próximo Grandote alcanzarían a todo el planeta. Después de todo, el estado de California constituye, él solito, la sexta economía del mundo. Y ahí viven más mexicanos que en la mayoría de las entidades de acá. Así que el impacto iría mucho más allá de lo local. Claro, quizá de pasada destruyera Hollywood y su generación de sandeces. Pero aún así, digamos que los efectos serían más bien negativos. Muuuuy negativos.
La cuestión es que la ciencia, pese a lo que decían las viejas películas, no avanza que es una barbaridad. Al menos no como para prever ni El Próximo Grandote ni el Chiquito Que Ya Mero Viene (y ya parece albur). Nuestra capacidad de predecir terremotos es limitadísima, y aunque los científicos saben que se aproxima algo muy gordo, no tienen manera de saber cuándo: puede ser mañana, o dentro de diez años, o en cincuenta. Ni en dónde. Si a ésas vamos, El Próximo Grandote podría acabar con San Diego o San Francisco u Oakland. De cualquier forma, ninguno de esos equipos tiene muchas esperanzas de estar en playoffs…
Por ello, los californianos suelen tomárselo con calma. Las poblaciones que habitan en zonas sísmicas (entre las que nosotros hobbits, habitantes de la Comarca, gracias a Dios no nos contamos) aprenden a vivir con ese tipo de invisible espada de Damocles sobre la cabeza y el asunto no les quita el sueño… hasta que ven bambolearse las lámparas y caerse los libros de los estantes. Y ahí sí, se pierde toda flema y continencia. Pero parte de la explicación de por qué California es como es (y sus habitantes son como son) tiene que ver con la idea colectiva inconsciente de que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina… aunque se ignore cuánto falta para que se termine la cuadra.
¿La moraleja? La ciencia no sirve de gran cosa cuando a la Madre Tierra le da comezón. Y no hay que amargarse pensando en la rascadera…
Asimismo, hace veinte años se hicieron realidad las peores pesadillas de quienes ven a la energía atómica como una especie de Genio de la Lámpara drogado y sicótico. Debido a una serie de errores humanos sencillamente incomprensibles, y a que los reactores (como toda la industria soviética no militar) estaban diseñados y construidos con las patas, en el complejo nuclear de Chernobyl (hoy Ucrania) se desató una reacción incontrolable que terminó volando por los aires a uno de ellos, con la consecuente dispersión de elementos radiactivos, que fueron a dar hasta Austria y Suecia. Decenas de personas murieron, y cientos de kilómetros cuadrados quedaron inhabitables. Las proyecciones de mortalidad por efectos de la radiación varían considerablemente; pero hay algo seguro: mucha gente morirá antes de su tiempo natural. Más aún: el “sarcófago” improvisado para contener el derrame de material ya presenta graves fallas, y va a haber que tomar nuevas medidas para enterrar de una buena vez por todas ese fantasmón que no deja dormir a muchos ambientalistas… ni a los defensores de lo nuclear como fuente de energía alternativa. Ah, y acuérdense del tamaño de las lombrizotas al empezar la película “Godzilla”.
Los efectos de Chernobyl son numerosos y variados. En primer lugar, fue la primera gran pifia de Mikhail Gorbachev: apenas unas semanas antes, había anunciado que, gracias al Glastnost (Apertura), la URSS dejaba de ser el país secreto y amordazado que todos conocíamos (o mejor dicho, desconocíamos). Y ¡zácatelas!, que le estalla (je, je) este problema. La reacción del Gobierno de Moscú fue de libro de texto… todo un tratado de incompetencia. Al principio el Kremlin no reconoció siquiera que hubiera ocurrido nada. La evacuación de la población civil tardó muchas horas. Los bomberos tuvieron que trabajar con las uñas ante la falta de equipo y de protocolos contra accidentes de este tipo: algunos murieron por efecto de la radiación a los pocos días. Cuando los suecos empezaron a ver brillar sus vacas en la noche, Gorbachev finalmente tuvo que admitir lo sucedido, y luego procedió a desdeñar la ayuda extranjera… condenando a las Fuerzas de emergencia a la improvisación más criminal. Bonita manera de estrenar la nueva transparencia.
Por supuesto, los ucranianos y bielorrusos, las poblaciones más afectadas, entraron en pánico. Miles trataron de huir a occidente, pero había un problema: en ese entonces no se podía huir a occidente. El resentimiento contra el Gobierno comunista fue enorme. Se dice que la independencia de Ucrania, y muchas de sus desdichas presentes, empezaron en medio de una nube de polvo radiactivo.
Lo que sí es que Chernobyl desnudó buena parte de lo que andaba mal en el sistema soviético; y no falta quien diga que ahí empezó la desintegración de la URSS. Pero además le dio abundante munición a quienes se oponen al desarrollo de la energía nuclear como fuente alternativa en un mundo al que el petróleo se le va a acabar en dos o tres generaciones. Por supuesto, para entonces la mayoría de nosotros ya habremos entrado al ciclo del nitrógeno, y para lo que nos preocupa… pero si nuestros nietos van a heredar un mundo viable y con un mínimo de confort (no la Edad Media con algo de agua entubada que pretenden los ambientalistas más radicales), entonces hay que irle buscando. El carbón durará más, pero sus efectos perniciosos como gas de invernadero están cada vez mejor documentados. Las energías solar y eólica resultan caras e ineficaces para satisfacer un mínimo de necesidades. Las plantas de gas de ciclo combinado son una buena solución… para los países que tienen ese energético. El problema es que muchas naciones no tienen ni un soplo de ese recurso, que no resulta tan fácil de transportar como el petróleo.
(Por no decir nada de los países necios que, por ideología trasnochada y legisladores estupendamente brutos, impiden que se exploten reservas como la Cuenca de Burgos… la cual, de mí se acuerdan, se va a abrir a la producción tarde y mal, como todo lo que hacemos).
Así que es por demás: lo más factible para asegurar el futuro resulta, precisamente, la energía nuclear. Pero ahora sus enemigos tienen un símbolo al cuál apuntar: Chernobyl.
Cabe hacer notar que un accidente de ese tipo está en chino que se repita: deberían confluir demasiados errores tanto técnicos como humanos como de diseño. Pero el miedo no anda en burro, y resulta fácil esgrimir ese petate del muerto.
El futuro energético del mundo depende de las decisiones que se tomen con respecto a éste y otros temas. Por ello hay que analizarlos con el cerebro y no con el estómago, el hígado u otra víscera de las que segregan fluidos. El problema es que el amarillismo y alarmismo por un lado, y las víctimas incuestionables de la incuria soviética por el otro, tienden a oscurecer el panorama. Por eso hay que ventilar e iluminar lo más posible estos debates. Porque es muy fácil dejar de ver el bosque cuando lo tapan los árboles.
Consejo no pedido para ser más aceptado que la leche radiactiva que le vendió Raúl Salinas de Gortari a Conasupo (¿alguien se acuerda de eso?): Vea “El síndrome de China” (The China Syndrome, 1979) con Michael Douglas y Jane Fonda; y “El caso Silkwood” (Silkwood, 1983), con Meryl Streep, sobre la histeria antinuclear. Y lea la hermosa novela “Verano pródigo”, de Barbara Kingsolver, sobre la naturaleza, el amor humano y por qué vale la pena cuidarlos a ambos. Ah, y esta noche en el Discovery Channel hay un reportaje sobre Chernobyl. Provecho.
Correo:
francisco.amparan@itesm.mx