EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Los días, los hombres, las ideas

francisco josé amparán

El choque de las caricaturizaciones (y mira por dónde le dan la razón a Huntington)

Si no mal recuerdo, la caricatura más antigua que conozco la vi en uno de los muros de las ruinas de Pompeya. Como seguramente lo sabe el lector, esa villa de descanso romana, situada cerca de la bahía de Nápoles, fue sepultada en el año 79 de nuestra era por la erupción del volcán Vesubio (causada, como todo, por el neoliberalismo y la desigualdá sociá). Las cenizas calientes literalmente petrificaron a la ciudad, que permaneció enterrada durante los siguientes diecisiete siglos. Cuando empezaron las excavaciones arqueológicas, la sorpresa fue que la tragedia pasada había sido una bendición para el presente: para efectos prácticos, Pompeya había quedado contenida en una cápsula del tiempo. Los edificios, mosaicos, pinturas y calles estaban intactos. De hecho, los cadáveres de la gente que murió en el acto, al pudrirse, dejaron su ?molde? en la ceniza, de manera tal que con un simple vaciado en yeso se pudieron obtener auténticas y conmovedoras estatuas de la desesperación humana: los cuerpos en las posiciones y posturas tal y como los encontró la muerte.

Como en toda ciudad romana, los muros de la ciudad de Pompeya estaban cubiertos de grafitos, que se conservaron con fascinante frescura, y nos dicen más de la vida cotidiana durante el Temprano Imperio que tratados enteros de eruditos contemporáneos. Por ejemplo, en las afueras de una taberna un indignado parroquiano escribió: ?Marcelus Tragus rebaja el vino con agua? (o algo así). Hasta donde sabemos, ante esa acusación los cantineros pompeyanos no hicieron un paro parcial, durante el cual se atendiera a un sólo cliente a la vez. Sí, aquellos abusones eran más civilizados que éstos.

También menudean los insultos pedestres del tenor de ?Caius Marcus Aurelius es ?to?, y numerosos dibujos obscenos. La caricatura a la que me refería antes es muy sencilla: el perfil de un hombre que porta una nariz desmesurada, y un nombre debajo. Evidentemente ningún ser humano puede tener una proboscis semejante (bueno, con la posible excepción de Barbra Streisand), así que resulta notorio que la finalidad del dibujante era exagerar para ridiculizar al blanco de su inquina. Que ése es, a fin de cuentas, el objetivo último de la caricatura.

Esto lo supieron ver los primeros periódicos de tiraje masivo, a fines del siglo XIX, los cuales empezaron a incluir caricaturas como parte del análisis informativo y el criterio editorial. Después de todo, si el caricaturista era bueno, su mensaje era más efectivo que ahora-sí-que un texto de mil palabras. En algunos países con altos índices de analfabetismo, como México, hubo muchas publicaciones que apelaban casi exclusivamente a la caricatura para transmitir su mensaje. Tal era el caso de ?El hijo del Ahuizote?, que de su oposición al porfiriato hizo una jocosa epopeya (mientras que a los hermanos Flores Magón y su pesadísimo ?Regeneración? no los leía ni su madre? menos los obreros a los que supuestamente estaba dirigido).

De esa manera la caricatura se ganó a pulso su lugar en el periodismo moderno. Y con frecuencia influye de manera decisiva en la opinión pública: estamos seguros que una de las causas de la caída de Madero hace 93 años fue la percepción que la población capitalina tenía de que era un hombre débil, debido a la manera sangrienta en que lo ridiculizaba (especialmente con caricaturas irrespetuosas) la prensa de la Ciudad de México. La cual nunca le perdonó al parrense el haberle cortado subsidios, chayote y embutes. En todo caso, el caricaturismo aprovechó siempre, ojo con esto, su arma fundamental: la de burlarse mediante la exageración, la de criticar explotando los excesos o defectos de sus blancos. Lo que muchas veces se centra, como en el caso del anónimo burlón pompeyano, en los rasgos físicos de un personaje. Dicen que cuando Nixon renunció en 1974, los caricaturistas de Washington se corrieron una parranda de órdago como despedida de quien les había dado de comer durante tanto tiempo? y de la manera más sencilla posible. Cuestión de dibujar a un cachetón y narigón con apéndice filoso y ya.

Los poderosos suelen aguantar más a los periodistas escritores que a los caricaturistas y ?moneros? (como se autodefinen por acá los del género). Y es que una sesuda disquisición en prosa farragosa no la consideran tan ofensiva (ni peligrosa, y ya fue mucha rima) como una certera caricatura que expone sus defectos físicos, morales, mentales o espirituales. En no pocos países, los caricaturistas se pueden jugar la vida por andar pasándose de ingeniosos.

Que no ha sido generalmente el caso de México, que incluso en los peores momentos de la intolerancia priista tuvo muy profusas e ilustres camadas de moneros? tradición que, por fortuna, continúa con singular vigor hasta la fecha. Como tampoco es el caso de las democracias occidentales modernas, en donde la libertad de expresión se defiende a capa y espada, y el derecho a investigar y criticar al poder desde la prensa se considera más sagrado que el de tener descendencia.

Claro que hay unos países más tolerantes que otros. Los periódicos británicos, por ejemplo, son especialmente sangrientos cuando se trata de satirizar a la Familia Real (algo nada difícil: se esfuerzan en hacer el ridículo un mes sí y el otro también); pero la Reina Isabel suele ser representada mucho mejor de lo que está en la realidad. Los medios liberales norteamericanos suelen ser benignos con la manera en que retratan a los presidentes republicanos, pero son implacables ridiculizando sus ideas.

Asimismo, hay países en que los caricaturistas caen en la total incorrección política, explotando sin misericordia obesidades, senectudes y singularidades de sus objetivos. Y por supuesto, cualquier caricatura que se haga de Mario Marín, el gobernador de Puebla, ése dos veces cobarde (por mandar agredir a una mujer y por negarlo: gusano miserable por partida doble), se quedará corta y sería una obviedad: su mera existencia es en sí misma una caricatura de lo que debe ser un humano.

El caso es que en las últimas semanas han ardido embajadas, muerto manifestantes y habido clamorosas protestas diplomáticas a causa de una docena de caricaturas aparecidas en septiembre del año pasado en un periódico danés. Lo que detonó el escándalo es que luego fueron reproducidas en un diario noruego. Y después, en una especie de competencia a ver quién acarrea más gasolina al fuego, por otros medios de comunicación, apelando a la sagrada libertad de expresión y como solidaridad con los colegas denostados.

¿Qué contienen estas caricaturas, para haber causado tal furor?

Bueno, en ellas se ridiculiza al Islam en general: el velo de las mujeres, las promesas del Paraíso y demás; pero la que levantó ámpula fue una en que se representa al Profeta Mahoma con un turbante en forma de bomba y con la mecha encendida. Cuando uno las ve, lo primero que impresiona es su ingenuidad: no hay en ellas nada fuera de lo comúnmente encontrable en un periódico occidental. Y es que desde tiempos de Voltaire, en Occidente estamos acostumbrados (bueno, algunos; no sé si Felipe Calderón) a que la religión sea uno más de los blancos de cierto tipo de crítica satírica. La cuestión es que el objetivo de esta burla no pertenece a la tradición occidental; y se pisó un callo particularmente sensible de la religión musulmana: la representación gráfica del Profeta.

Primero lo primero: los países musulmanes ?en su mayoría- no han conocido más que de refilón lo que damos en llamar la modernidad occidental: el conjunto de valores y creencias que, concebidos en el Renacimiento (Siglo XV, Italia) va a lanzarse a cambiar las cosas durante la Ilustración (Siglo XVIII, Francia) y culminará con el relativo dominio del mundo por parte del Occidente cristiano (Siglos XIX-XXI, todas partes).

Tres de las bases fundamentales de la modernidad son la libertad de conciencia (y por tanto, la tolerancia religiosa), la separación entre la esfera religiosa y la política, y la libertad de expresión.

La cuestión es que en el mundo musulmán esas libertades y esa separación apenas existen, si acaso se dan. Y atacar de cualquier forma las creencias religiosas constituye un atentado a la forma de vida misma de esos pueblos, casi-casi una cuestión de mera supervivencia. La crítica a la religión y sus efectos públicos no constituye una tradición ni mucho menos por aquellos lares. Y claro, para muchos musulmanes, cualquier referencia negativa a sus creencias se considera parte del compló cristiano para acabar con ellas? lo que no hace sino engordarle el caldo a Bin Laden y fanáticos por el estilo.

Además, dado que Mahoma le tenía fobia al politeísmo y la idolatría, prohibió tajantemente que se le representara a él (en especial) o a cualquier ser humano o animal (en general). Por eso no encontrarán ustedes jamás ni una pintura ni una escultura del Profeta en ningún país musulmán. De hecho, hay lugares donde prácticamente no existen estatuas (Irak y Turquía son las excepciones más notables: Saddam se hizo construir efigies suyas en cada esquina). Una de las cosas más notorias en ese poema en piedra que es la Alhambra de Granada, es que la única representación de algo vivo lo constituye la Fuente de los Leones (que más bien parecen procuradores estatales u otro tipo de gatos menores). Un guía del que me hice cuate me aclaró qué rayos hacían esas esculturas ahí: ese edificio había sido la residencia del contador principal de la dinastía nazarí? que era judío. Ah, así sí.

Así pues, la mera representación del Profeta es una blasfemia. Y ponerlo como terrorista, pues sólo termina de fruncir lo arrugado. Quién tiene la razón, y por qué, da para otros dos artículos (promesa que trataré de cumplir). Por lo pronto, lo que vaticinara Samuel Huntington hace doce años sobre el choque de las civilizaciones parece estarse consumando? aunque, en realidad, todo el merequetengue nos habla, más que nada, de lo poco que se conocen y entienden Oriente y Occidente, la Cristiandad y el Islam. Y ése es el problema central.

Consejo no pedido para evitar ser caricatura de sí mismo. Lea los ?Cuentos de la Alhambra? de Washington Irving, hermosas narraciones sobre un primor de lugar y época. Lea también ?Los últimos días de Pompeya? de Edward Bulwer-Lytton, un clásico de aventuras con romanos en minifalda. Y vea la película homónima (1959) con Steve Reeves, Christine Kauffman y Fernando Rey. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 197900

elsiglo.mx