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Los narcos en la cocina

Jorge Zepeda Patterson

La irrupción de un comando de narcotraficantes al diario El Mañana, de Nuevo Laredo, Tamaulipas, el lunes pasado, marca un hito en la guerra que el crimen organizado está librando en contra del periodismo. Hasta ahora los ataques habían sido perpetrados en contra de periodistas en lo individual, en venganza de alguna investigación concreta que resultaba amenazante. Pero la agresión con dos granadas y armas de alto calibre por parte de varios individuos en el pleno de la Redacción (se recabaron 63 casquillos) revela que el pleito no era con un reportero sino con el periódico en su conjunto. Es decir, un ataque de institución a institución; el crimen organizado contra los medios de comunicación. Hace un par de semanas, El Mañana había sido la sede de un seminario internacional sobre la manera de defender y profundizar las investigaciones periodísticas sobre tráfico de drogas. El ataque por parte de los narcotraficantes al diario es una respuesta explícita en contra de la prensa. Ello representa un cambio cualitativo en la escala del combate que el crimen organizado libra en contra de las coberturas periodísticas. Por desgracia, es una batalla que estamos perdiendo.

Las primeras declaraciones de los directivos del diario dan cuenta de una especie de rendición al enemigo. Ramón Cantú Deandar, director de El Mañana, declaró que no confía ya en las autoridades, y lo único que le interesa por el momento es la salud del reportero acribillado, Orozco Tey. “No tiene sentido investigar respecto al narcotráfico, ese es un problema internacional que ni las autoridades pueden, ni el Gobierno norteamericano y no hay voluntad de arreglar las cosas, nosotros no nos vamos a estar exponiendo”.

Los narcotraficantes obtuvieron lo que querían. El diario estaría anunciando su renuncia a cubrir asuntos de tráfico de drogas y con ello su disposición a autocensurarse. Un saldo lamentable, pero difícilmente criticable. ¿Quién puede exigirle a Ramón Cantú que sacrifique a sus reporteros? ¿Cómo seguir investigando en un territorio en el que pese a los operativos militares todos los días aparecen nuevos ajusticiados?

Cuando un medio de comunicación queda inerme ante el poder de las bandas organizadas, sólo quedan dos opciones, y en ambas se pierde. Una de ellas es la que ha tomado El Mañana: ceder ante el narcotráfico y autoamordazarse para no convertir a su personal en tiro al blanco. La otra opción es la que asumió el semanario Zeta de Tijuana, de Jesús Blancornelas, hace ya algunos años: aceptar la guerra y devolver golpe por golpe, a fuerza de investigaciones periodísticas. Esto último ha significado una vida atrincherada, una renunciación a todo lo que escapa a esta cruzada obsesiva. En este proceso, el semanario Zeta ha ganado un respeto universal, pero inevitablemente ha perdido la frescura que lo había convertido en una publicación central de la vida de la frontera. Las guerras terminan por cambiarnos a todos. Con cuatro balas en el cuerpo, Blancornelas terminó convertido en el mejor periodista sobre temas de narcotráfico en el mundo, pero a veces extraño en mi amigo al periodista universal para quien ningún tema resultaba ajeno.

No está en mi ánimo juzgar. Habría que estar en los zapatos de Cantú o de Blancornelas para atreverse a calificar. Lo que me queda claro es que es inadmisible que el responsable de un medio de comunicación enfrente por sí mismo la amenaza del crimen organizado. Ni la renunciación ni el heroísmo redundan en el mejor servicio a la comunidad. No es justo para nadie.

Que el Estado mexicano ha sido desbordado es un hecho categórico. Pero el “Estado mexicano” es en cierta forma una abstracción. Detrás de esa figura lo que encontramos es una serie de personas (jueces, agentes del ministerio, funcionarios, policías) que saben que nadie puede protegerlas del crimen organizado. ¿Cómo exigir a un juez o a un comandante de la Policía que pongan en riesgo su vida y la de su familia cuando el Estado es absolutamente incapaz de defenderlo?

Es absurdo creer que ganaremos la guerra al narcotráfico mediante dosis continuas de heroísmo de parte de periodistas, jueces y autoridades. Al final del día, todos somos vulnerables a un atentado, y eso incluye procuradores y gobernadores. Es demasiado simplista creer que el problema se resolvería con un presidente audaz y valiente. Mucho menos podemos exigir que cada periodista se convierta en Blancornelas y todo funcionario en Elliot Ness.

Las únicas salidas son colectivas. Depende del gremio periodístico y los directivos de los medios de comunicación para apoyar a todo colega amenazado (y lo están haciendo al desencadenar la operación Fénix, que consiste en multiplicar las investigaciones periodísticas en cada lugar en que se ha agredido a un reportero con el fin de silenciarlo). Depende del Poder Legislativo para actualizar las leyes sobre derecho a la información e imprenta, y para endurecer las normas que ahora favorecen la impunidad. Depende del Poder Judicial para encontrar maneras en que los jueces y los Ministerios Públicos realicen su trabajo sin poner en riesgo sus vidas. Depende del Poder Ejecutivo para que disponga de los recursos y de la voluntad política para enfrentar una batalla decisiva, antes que sea demasiado tarde.

Pero sobre todo depende de la opinión pública, de la sociedad en su conjunto. La ola de violencia en contra de los periodistas es un reflejo de las batallas perdidas en otros territorios. Muchas personas creen que el narcotráfico no tiene nada que ver con ellas. Pero cada espacio periodístico perdido y cada autoridad que por temor se hace de la vista gorda, redunda en un avance del narco en el barrio, en la escuela de nuestros hijos, o en la corrupción de nuestras Policías con la consiguiente perpetuación de la impunidad. El poder de las drogas está comprando gobiernos y minando el sistema financiero. Su ataque a la prensa es una estrategia clave para impedir que la sociedad pueda enterarse y hacer algo para impedirlo.

(jzepeda52@aol.com)

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