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Los visios de la política/Sobreaviso

René Delgado

El lapso entre la jornada electoral y la asunción del poder presidencial está agotado, el momento es otro. Es hora de salir de las viejas prácticas que impiden consolidar la democracia. Es la hora en que los políticos deben mirarse al espejo y reconocer aquellos vicios que sólo advierten en el adversario. Antes de formular grandes reformas legislativas o de lanzar el más amplio catálogo de buenos deseos, es preciso que los políticos revisen qué hay que echar a la basura. Buena para la crítica y la embestida, la élite política es mala para la autocrítica. Es hora de hacer el ejercicio completo.

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Uno: reducir a los trashumantes de la política. Durante los últimos años, a las dirigencias partidistas -reales o formales- les ha importado muy poco adoptar al compañero ocasional de viaje, siempre y cuando éste aporte votos, fuerza o posiciones políticas. De ese modo, los profesionales del oportunismo han encontrado un jugoso negocio: cambiar de partido al ritmo de su soberana y muy personal conveniencia. La trayectoria de esos trapecistas se olvida, cuenta la ganancia que obtienen y dejan. Cuantas veces sea necesario, esos trapecistas lavan con firmeza sus convicciones y reaparecen, recitando un credo político que ni siquiera conocen. Ningún partido escapa a ese vicio, cada uno tiene su santuario del oportunismo. A veces llegan a arrepentirse de la adquisición hecha pero, por lo general, abrazan a sus compañeros de ocasión y, así, nada extraño es toparse con personajes que han recorrido todo el espectro partidista sin sonrojarse, arrastrando una biografía que sólo se agota cuando ya no hay partidos donde inscribirse. En el colmo del absurdo, a los dirigentes partidistas se les llena la boca cuando critican al adversario por andar recogiendo basura pero, en el fondo, todos practican la pepena política que ha tenido dos efectos perniciosos. Uno, las carreras de auténticos militantes y cuadros de partido se cortan porque, en razón del oportunismo, los trapecistas ocupan su sitio. Dos, al ciudadano se le coloca frente a un absurdo: elegir entre el PRI, el PRI o el PRI, cambiándole sólo la envoltura.

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Dos: premiar aciertos, no errores. En la política mexicana, hay premios pero no castigos. Si bien se habla de la rendición de cuentas como parte de una nueva cultura, de esa práctica se ha hecho una mascarada contable pero no una actitud política. Como oferta los políticos abren sus declaraciones patrimoniales y, sólo a veces, condenan a quienes manifiestamente se enriquecen en el servicio público o desvían recursos públicos. Sin embargo, la rendición de cuentas no va más allá. De la actuación política nadie responde. Si fracasa la reforma del Estado, la hacendaria o la energética, nadie resulta responsable. Ni quién dé la cara. Si se aprueba indebidamente una iniciativa de Ley con dedicatoria o con serios errores, los coordinadores parlamentarios se hacen de la vista gorda y, peor todavía, canjean su curul por un escaño o a la inversa. Si se pierde una elección, las dirigencias partidistas y los mismos candidatos ni por asomo hacen un balance. La rendición de cuentas se resume en una carcajada. En otras culturas políticas, los errores se castigan. Ahí está el caso del socialista francés Lionel Jospin, hace cuatro años. Al ver derrotado a su partido en la primera vuelta electoral y llamar a los socialistas a votar en la segunda ronda por el derechista Jacques Chirac para frenar al ultraderechista Jean-Marie Le Pen, Jospin puso por delante su renuncia a la dirección del partido. O ahí está el caso muy reciente de Donald Rumsfeld que, tras la derrota de los republicanos, no duró un día más en el Gabinete de George W. Bush. Acá, eso no ocurre. Los funcionarios que fracasan son recompensados en el Congreso. Los coordinadores parlamentarios canjean su asiento. Los dirigentes partidistas siguen en su puesto como si nada hubiera ocurrido el dos de julio. Ese vicio vulnera la credibilidad del compromiso político.

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Tres: rescatar la interlocución. Desde hace años, el poder de las fuerzas políticas se desconcentró. Los polos de poder en los partidos se multiplicaron y esas organizaciones no han sabido rearticular su actuación ni definir quién lleva la interlocución con el Gobierno o la oposición. Esa circunstancia ha vulnerado la posibilidad del diálogo y el acuerdo político. Los interlocutores son muchos y, a fin de cuentas, ninguno. Las direcciones de los partidos no traen la interlocución y con ellas compiten bloques de gobernadores, coordinadores parlamentarios y, a veces, grupos o corrientes del mismo partido. El carácter multipolar del poder de las fuerzas políticas lleva casi una década de haber adquirido cartas credenciales en la política mexicana y, a la fecha, ningún partido se ha planteado en serio la rearticulación de su práctica y menos su Gobierno. Arman asambleas y consejos, supuestamente, acuerdan posturas pero, a la hora de la hora, cada polo de poder negocia por su cuenta sin alinearse a la postura del partido. Dialogar, así, es un enredo; acordar es un desastre. Estos días, esa circunstancia es alarmante. El presidente de la República, antes de negociar con las oposiciones, tiene que negociar con la dirigencia de su partido. El dirigente del PRD tiene que acordar con el ex candidato presidencial. Y los coordinadores parlamentarios del PRI disfrutan el desvanecimiento de su dirigente nacional. Ese vicio produce un desconcierto de voces y ningún acuerdo serio.

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Cuatro. Honrar acuerdos y separar asuntos. Desde el Gobierno de Ernesto Zedillo, los acuerdos han sido una simple aspiración política. Los partidos políticos han tomado por práctica atar un acuerdo con un asunto distinto al que está sobre la mesa. Más de una vez, la ciudadanía ha visto cómo, estando a punto de llegarse a un acuerdo, algún asunto completamente ajeno a la materia termina por derrumbarlo. Todos los partidos han hecho suya una nociva práctica: tomar como rehén un acuerdo para obtener beneficios en un campo distinto. Los políticos se levantan o se sientan en la mesa de las negociaciones, al ritmo del juego de las sillas musicales. Relacionan temas inconexos con los que están sobre la mesa, practican el chantaje y, sólo si logran el efecto secundario, acuerdan el primario. Así, los más diversos asuntos se meten en un mismo costal y el resultado se resume en un fracaso. Años de frustración nada les dicen a los partidos políticos y se mantiene ese vicio.

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Por grandes que sean las reformas que se anuncien, por maravillosas que sean las nuevas promesas, nada cambiará si no se remueven esas viejas prácticas y vicios. Hablar cuando nadie escucha, es imposible. Hablar con la persona equivocada, no supone un diálogo. Pretender resolver un problema cuando el interés está puesto en otro asunto, deja pendientes dos problemas. Creer que una negociación no supone dar y recibir, es un absurdo. Así no hay acuerdos. Es imposible consolidar una democracia sin demócratas y lo mismo ocurre con el Estado de Derecho, cuando nadie respeta las más simples reglas del entendimiento. Es hora de que los políticos se miren al espejo, antes de salir a las plazas, las tribunas o los balcones.

Correo electrónico:

sobreaviso@latinmail.com

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