Me habría gustado conocer a Juan Belmonte.
Murió su madre cuando él era un chiquillo. El padre, viudo y solo, se vio obligado a entregar a sus hijos al asilo. Juan se puso a trabajar de jornalero, de vendedor en la calle, de lo que saliera. Pero traía ya dentro de sí la vocación del torero, sagrada por tan profunda que es. En míseras plazuelas de villorrio luchó vida a vida y muerte a muerte contra la gente y contra el toro. Una vez ganó 50 duros, más 20 que le tiró al ruedo un aficionado al que hizo un brindis.
-Tengo 70 duros -dijo a su padre, don José-. Voy a sacar del asilo a mis hermanos.
A los nueve y a su padre los llevó a cenar aquella noche en el mejor restaurante de Sevilla.
-Todo lo que gane toreando -les anunció- será para comprarnos una casa.
Gritó con júbilo Conchita, la hermanilla de 10 años:
-¡Y le pondremos una arcoba mu maja a Juan, que ez er que gana el pan!
-Cálla, tonta -le dijo el torero-. No hay en el mundo nadie que sea más que nadie.
Me gustaría haber conocido a Juan Belmonte. Tenía la sabiduría de los toreros, que por andar tan cerca de la muerte saben tantas cosas de la vida.
¡Hasta mañana!...