Ahora ya no lo hago. Antes, algunas veces, lo intenté. Tomaba el azadón para regar mi huerta. Se me escapaba el agua; unos surcos quedaban secos y otros anegados; iban a dar al huerto del vecino las tan preciadas linfas. Yo me desesperaba; corría de un lado a otro, mal regaba los árboles y regresaba a casa mohíno y con la vista baja para no ver la sonrisilla burladora en los labios de los campesinos.
Ya no intento regar mi huerta nunca. La riega don Abundio. Un golpe de azadón aquí, otro allá, y el agua mansa se va tendiendo lenta hasta que todos los árboles beben y queda la tierra humedecida como mujer a la que se le ha hecho el amor con sabiduría.
Me dice don Abundio:
-Para mandar al agua primero hay que saber obedecerla.
Yo pienso en sus palabras. Son muy ciertas. A la Naturaleza no hay que mandarla. Más nos da cuanto más la obedecemos.
¡Hasta mañana!...