Me gusta caminar por las calles de Saltillo.
En mi ciudad quedan aún aromas: el de las aceras recién regadas de mañana; el olor de las panaderías, al que el poeta atribuía santidad; el efluvio de los añosos árboles de la alameda, casa de amores juveniles... (Si esa alameda pudiera hablar ¡ah cuántas cosas callaría!).
Voy por un barrio humilde a la hora de comer, y me regala perfumes entrañables. Juego conmigo mismo a adivinar los parvos manjares que en cada casa se cocinan. Imagino el humillo del cálido puchero; la sopa que trae recuerdos de la abuela; la picante delicia de un típico guiso saltillero; los miríficos dulces de la tierra...
Me lleno la nariz y el corazón con tanto aroma, y hallo alegría en la abundancia de esos dones... Después, cuando regreso a casa, los encuentro ahí, como milagro que cotidianamente se repite. Y quisiera que en todas las mesas hubiera la magnífica parvedad que en la mía hay.
¡Hasta mañana!...
