No tengo la más remota idea de su nombre ni de su lugar de origen. Llevaba camisa amarilla canario y pantalón café tabaco.
Estaba encaramado en el templete improvisado en el zócalo para las arengas reaccionarias. Se acercó lo más que pudo a la manta que consignaba las causas de la interminable lucha y con una voz más bien desesperada, dijo así: “lo que nos hacen, es una ..., y no digo la palabra, porque ustedes ya la saben, y prefiero no decirla porque, además, soy maestro”.
Así dijo el individuo, quien no dejaba dudas de su vocación magisterial mientras cooperaba con la jugada de jaque a la ciudad más complicada del mundo, y mantenía abandonados a sus educandos en algún lugar de la República Mexicana. Así dijo el maestro con un pudor que hay que ver, prácticamente sonrojado por las palabrotas que generaban sus entrañas y cruzaban su cabeza.
Galileo, Sócrates, Vasconcelos, hubieran quedado mudos si hubieran visto al maestro de hoy que, aunque ciertamente mal pagado, seguramente ocupa una plaza magisterial por imposibilidad de hacer algo más a su modo, por no haber tenido la oportunidad de elegir, o, más probablemente, por haber tenido una preparación deficiente que le impidió acceder a otros derroteros.
Con ese pudor ostensible a la hora de recordarle la madre a alguien, también ocultó sus actos que disgregan de la civilidad, sus pintas realizadas o consentidas, en monumentos históricos con faltas de ortografía; también omitió confesar las mentiras de su gremio a la hora de faltar, a la hora de dedicar sus esfuerzos a pedir cuotas a los padres de familia que sólo financiarán una que otra borrachera con la maestra de sus debilidades.
Quizá el pudor de ese aguerrido maestro es contagioso, y desemboca en la desmemoria de la mayoría del magisterio sindicalizado que ha tomado el abandono a sus responsabilidades como revancha a los líderes que los engañaron y continúan echando mano de ellos a la hora de capitalizar las cuotas sindicales que reciben como dividendos derivados de la explotación de la ignorancia de los propios maestros.
Los desheredados nuevamente piden auxilio, pero la única forma en que nuestro sistema les enseñó: a grito pelado, irresponsables en sus obligaciones. Pueden aún recuperar el respeto a sí mismos, el de la sociedad; pueden ser nuevamente los héroes anónimos que pasan años en un aula de clases descubriendo las virtudes vírgenes de los demás.
Eso, ellos lo pueden hacer, y nosotros, remunerarles, para que con la dignidad puesta en su sitio, forjen el mejor capital para el desarrollo: una juventud preparada para competir.