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Malpaís

Federico Reyes Heroles

El sexenio sigue siendo la métrica nacional. Otro sexenio se acaba y todo mundo anda volcado en las campañas, en la carrera de caballos: que si AMLO cae y Calderón y Madrazo suben, que si las encuestas están cargadas dice el perdedor que no las acepta, lo mismo de siempre. Se pelean con el mensajero en lugar de leer el mensaje. Llega la llamada “Semana Mayor” o Santa y las terminales de autobuses recuerdan hormigueros, las carreteras se convierten en ríos humanos, los aeropuertos parecen romerías, todos en busca de una ruptura con la necia rutina. El ciclo nos hace pensar que México sigue la ruta normal de cualquier país. Pero hay por lo menos un aspecto en que esto no es así. El estiaje es un buen momento para recordarlo.

Malpaís nos dice Santamaría es la expresión usada para nombrar un territorio desértico, sin vegetación, sin uso, ingrato. Hacía allá vamos. México no está en el mismo sitio. En 2006 los mexicanos somos infinitamente más pobres que la última vacación de primavera. Cada año México pierde más de medio millón de hectáreas de bosques y selvas. Las zonas áridas que contemplaremos en nuestras diferentes huidas son el paisaje al que, indiferentes, parecemos estar condenando a nuestra descendencia. Se calcula que dos tercios del territorio nacional son ya desérticos o semidesérticos. Las manchas de verdor se van convirtiendo en auténticos rincones rodeados de la amenazadora sequedad. A ello hay que agregar que durante el estiaje miles de incendios, la gran mayoría consecuencia de la acción humana, lanzan a la atmósfera una cifra incalculable de materia orgánica que el país pierde. Gobernadores van y vienen, lo mismo ocurre con los secretarios de la cartera de Ecología y no hay forma de contener la devastación. Por allí de mediados de mayo, justo antes de que comiencen las lluvias, una densa capa de humo suele cubrir al país sin que ya genere el menor asombro. Es otra de nuestras costumbres. Nos damos el lujo de incendiar anualmente el territorio sin que esto conmueva a la reflexión y por supuesto a la acción. ¿Cómo es posible que con todos los recursos de la Federación seamos, de nuevo, incapaces de controlar esta destrucción de lo nuestro?

Pero si en la superficie la devastación es visible, muy pocos ciudadanos son conscientes de lo que esa deforestación está causando en los mantos acuíferos. No sólo los sobrexplotamos irracionalmente, además impedimos su sana recarga. Pero nada nos quita el sueño. Resultado: en 20 años hemos reducido la disponibilidad de agua por habitante a menos de la mitad. Hoy somos más pobres, mucho más pobres. Así, mientras nos mantenemos entretenidos con las campañas y los dimes y diretes de los candidatos, los problemas provocados por nuestra infinita capacidad de destrucción parecieran no importar a nadie. ¿Recuerda el lector alguna declaración firme de algún candidato sobre estos asuntos? Pero la destrucción no se acaba con la sequía.

Juan Rulfo decía que en México sólo hay dos estaciones: la de secas y la de aguas. Como hemos sido incapaces de controlar a los taladores clandestinos, incapaces de fomentar entre las comunidades y ejidos -que poseen alrededor del 70 por ciento del territorio- el aprecio por las selvas y los bosques y su explotación racional, -a pesar de que una de cada cinco hectáreas del territorio tiene vocación forestal- hoy México pierde anualmente una cifra brutal de materia orgánica. Llegan las lluvias, el país se disfraza de verde, nos olvidamos de la sequía y, en pocas semanas, nos acostumbramos a los ríos color chocolate que trasladan millones de toneladas de materia al mar, justo donde nadie las necesita. Tierras pobres, campesinos pobres; campesinos pobres, un país pobre. Ya en las lluvias nuestra preocupación se va ahora a los huracanes y ciclones cada vez más devastadores. Sólo el año pasado las aguas furiosas arrasaron con Chiapas llevando más miseria a los de por sí pobres. Pero también Cozumel y Cancún sufrieron la ola de destrucción. Nadie está a salvo.

Las ciudades y centros turísticos habrán de reponerse por el propio interés económico, pero las zonas rurales que vieron disminuir o desaparecer la capa vegetal, esas caerán en el olvido. Se pensará que son asuntos de largo plazo, que hay otros más urgentes. Claro siempre habrá otros más urgentes pero las cifras globales son un balde de agua fría. En el más reciente libro de Miguel de la Madrid, Una Mirada Hacia el Futuro, FCE, 2006 -un recuento muy puntual de los retos de México en el siglo XXI- se aporta un dato que proviene del Banco Mundial y que resulta estremecedor: esta destrucción anual sistematizada le cuesta a México alrededor de un diez por ciento del PIB. Eso sin contar las pérdidas en biodiversidad que son incuantificables e irreparables.

¿Quién es el responsable de esta tragedia? La respuesta fácil sería decir el Gobierno, los sucesivos gobiernos. Por supuesto que hay mucho de verdad en ello. Pero también es cierto que la actitud ciudadana es parte del origen. ¿Quién ensucia los ríos, los lagos, las playas, quién arroja basura sin la menor consideración? Se trata de ciudadanos comunes que siguen mirando al país como un territorio de apropiación y gozo inmediato. Lo demás es lo de menos. Allí está el resultado, un país sucio, contaminado, mutilado, sangrante que a nadie pareciera importar demasiado.

En estos días de asueto, mientras recorramos las carreteras o visitemos las playas o lo que sea, cuando miremos las columnas de humo producto de los incendios, valdría la pena reflexionar sobre nuestra herencia a las futuras generaciones. De seguir por el mismo camino todo México será malpaís.

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