(Quinceava parte)
Como todo lo que empieza, tiene un final, nuestro viaje a Tierra Santa concluyó más pronto de lo que imaginamos. Las últimas horas en la tierra de Jesús las aprovechamos para comprar algunos artículos religiosos en una tienda bastante surtida que tienen los franciscanos dentro de la vieja ciudad de Jerusalén muy cerca de la Vía Dolorosa. Al terminar, nos tomamos una fotografía con Emilio, nuestro guía, y con Rizám, nuestro chofer. ¡En verdad que los íbamos a extrañar! Ellos fueron muy amables con todos nosotros y tuvieron una gran paciencia al contestar las preguntas que les hice para enriquecer mis artículos. También me tomé una fotografía con Michel Sabbah, patriarca latino de Jerusalén. Posteriormente nos despedimos de los sacerdotes Legionarios de Cristo que custodian el edificio de Notre Dame de Jerusalén donde nos hospedamos, y les regalé unas hojas engargoladas con frases y palabras en idioma árabe, así como su correspondiente traducción al español, para que ellos pudieran entender un poco al escuchar hablar a los jóvenes palestinos que trabajan en el comedor.
Durante media hora estuvimos sentados en un sillón cercano a la recepción, esperando que llegara el autobús para subir el equipaje. Aproveché esos minutos para hacer un pequeño recuento de imágenes, de ideas y de sentimientos que se desbordaban en mi cerebro. Pensé en los 750 grupos de turistas que próximamente llegarían a Tierra Santa y se hospedarían en el Centro Notre Dame de Jerusalén -siempre y cuando todo estuviera en paz. Pensé también en esa tranquilidad aparente que se sentía en Israel ?casi fingida- y que no podía durar mucho tiempo debido a que no se habían corregido las terribles injusticias que los israelitas cometieron y cometen diariamente contra los palestinos. En un rincón agradable de mi alma estaban las imágenes hermosas del Lago de Genesaret, donde Nuestro Señor Jesucristo ejerció su ministerio, y el Monte de las Bienaventuranzas, que nos habla del reino de los cielos y abre con ello un sendero de esperanza para todo aquél que la ha perdido. Recordé también la hermosa ciudad de Jericó, con sus plantaciones de dátil, con el camello que pasea a los turistas, y el árbol de sicómoro en donde se subió Zaqueo para ver a Jesús. Recordé también la ciudad de Belén, con el muro infame de siete metros de alto que construyeron los judíos y que tiene a los palestinos prisioneros y deprimidos. La iglesia del Gallicantu, que recuerda el llanto de San Pedro al cantar el gallo (Pedro lloró tan amargamente, que dice la tradición que su rostro al final de su vida, estaba marcado). El Huerto de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos, y muchos otros sitios hermosos que es imposible describir por falta de espacio.
Desde que dio comienzo la peregrinación, tuve la inquietud de platicar con Emilio, nuestro guía, para decirle que cuando mi padre era niño escuchó del abuelo un cuento referente a ?una mujer que se comía a los niños cuando éstos se portaban mal?. Yo tenía la tentación de comentárselo para saber si ese cuento que mi abuelo llevó entre sus pertenencias a tierras de América hace cien años, todavía existía después de tanto tiempo en el sitio mismo donde se formó. Al ver a Emilio que estaba tomando un café en el comedor, me senté junto a él y se lo pregunté. Le dije que si sabía ¿quién era ?el Gule?? De inmediato me contestó: ?Claro que lo sé, es la mujer que se come a los niños?.
De Jerusalén, nos dirigimos hacia Tel Aviv, en el autobús del grupo, en un recorrido de 45 minutos al aeropuerto David Ben Gurión (personaje de pésimo recuerdo para todos los palestinos por haber sido uno de los fundadores del Estado de Israel), para abordar el avión que nos conduciría a Francfort en Alemania. Al llegar al aeropuerto, de inmediato sentí que ya no éramos peregrinos, sino turistas. La espiritualidad que recibimos en los días pasados, la llevábamos en el corazón, pero el ambiente de ese lugar era el mismo que se respira en cualquier aeropuerto de los Estados Unidos.
Cuando pasamos la aduana del aeropuerto, un grupo de jóvenes judíos se hizo cargo de inspeccionar nuestro equipaje con modernos aparatos de rayos x. Durante más de dos horas estuvimos esperando que concluyeran su revisión. Antes de llegar al aeropuerto, se nos aconsejó ?que por ningún motivo dijéramos a esos inspectores, que alguien nos había regalado algo que llevábamos en las maletas? (ellos tienen temor de que alguien ?regale? un objeto a los turistas de buena fe, y que en realidad sea una bomba. Su miedo es tan grande, como el daño que han hecho). Era importante decir que los artículos que llevábamos en las maletas los habíamos comprado nosotros mismos. Cuando terminaron de examinar prenda por prenda, todos estábamos ya bastante cansados de cargar, abrir, cerrar, volver a abrir y cerrar los equipajes en cada uno de los tres módulos de revisión. En esos momentos, a alguien se le ocurrió la bendita idea de decir ?que un sacerdote nos había regalado un libro a todos los miembros del grupo?. Eso bastó para que la odiosa mujer que lideraba al grupo de inspectores nos dijera en tono déspota y altanero, que abriéramos otra vez todo para que le enseñáramos el libro que llevaba cada uno de nosotros. Por más que intentamos aclararle que había sido un sacerdote Legionario de Cristo el que nos lo había obsequiado, nada le importó, y tuvimos que hacer lo que ella ordenaba. El problema fue encontrarlo entre tanta ropa revuelta. Dos horas después, cuando terminaron de revisar y de revisar, faltando al amor de Dios, y atentando contra el quinto mandamiento, debo de confesar que me dieron ganas de matarlos?
Continuará el próximo domingo...
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