El mes pasado, al estar platicando en una mesa de café, alguien comentó que cierta persona importante había fallecido. De inmediato yo pregunté: ¿y qué dejó? Mis amigos se quedaron viéndome extrañados, porque ellos se imaginaron que yo hablaba de cosas materiales, y me contestaron ?que al fallecer lo había dejado todo?. Les aclaré que sin lugar a dudas yo me refería a los frutos del espíritu que trascienden más allá de la muerte y permite a las personas llegar a la vida eterna con las manos llenas.
En efecto, los sepelios más concurridos son aquéllos en los cuales la gente reconoce que la persona fallecida hizo mucho bien, sembrando en su semejante algo valioso que les permitió cambiar o superarse. Todos recordamos con cariño a esos profesores de antaño que nos enseñaron a rezar y a descubrir en nuestra vida la presencia de Dios; a tener fe para poder llegar, y a sentir la esperanza para poder soportar. A ésos que nos enseñaron con paciencia a pensar, a razonar, a leer y a escribir, que fueron motivadores para que nuestro ánimo no desfalleciera en los momentos difíciles cuando la carga de la vida se hiciera más pesada. Maestros, que imitando a su Maestro, sembraron valores eternos en las almas jóvenes, para que posteriormente se convirtieran en evangelizadores cuando la semilla madurase en su corazón.
También son benditos de Dios los que enseñaron a otros a trabajar, a respetar y a ver con optimismo los años venideros. Los que plantaron árboles y cuidaron el entorno, para que sus hijos y nietos pudiesen disfrutar de ello. Los que trabajaron sin descanso para sostener a su familia, y los que sacrificaron su futuro para que los hermanos menores estudiaran. Médicos que no cobraron por su servicio a la gente pobre y que sintieron compasión cuando tuvieron frente a ellos a un enfermo incurable. Con toda seguridad también llegaron y llegarán a la Casa del Padre los que recogieron a niños y ancianos de la calle para darles un hogar decoroso y limpio. En estos momentos recuerdo a don Samuel Cáceres que allá por los años cincuenta visitaba una vez por semana los comercios del centro de la ciudad acompañado de varios jóvenes que rescató de la calle. Sin decir una sola palabra, con la sonrisa a flor de labios y ligero de equipaje, don Samuel se detenía brevemente a la puerta de las tiendas, y de inmediato los comerciantes le ayudaban en su obra de amor para los desprotegidos. Varias veces miré a esos muchachos cargando fruta y ropa que les obsequiaban. Pero lo que más me llamó la atención en aquel entonces, era el cariño tan grande que tenían a su ?papá Samuel?, porque reconocían que los había transformado en hombres de bien y de respeto.
Todos recordamos al Padre Manuelito -apóstol de los presos y de los enfermos, el cual ocupa ya un lugar muy especial entre esa muchedumbre innumerable de santos que se encuentran disfrutando serenamente de la bendita presencia de Dios.
Cuando fallece una persona, de inmediato se descubre en el rostro de los deudos si la persona que ahora extrañan practicó las Bienaventuranzas. Jesús dijo: Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de la paz, los perseguidos por causa de la justicia (Mateo 5, 3-10). No debemos olvidar que esas bienaventuranzas fueron pronunciadas en voz alta para todos nosotros sin excepción, y de nosotros depende tomarlas o no en cuenta.
Para llegar a ser santos, amigos de Dios, no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. ?Si alguno me sirve, el Padre le honrará? (Juan 12, 26). Es necesario ser dóciles a sus designios, y aceptar con sencillez los misterios que nos rodean.
Quien se fía de Jesús y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (Juan 12, 24-25). Pero, no olvidemos que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz. Mucha gente se desespera cuando siente los golpes de la vida -que muchas veces son durísimos, reniega de Dios, pierde la fe e intenta suicidarse. Actuando de esa manera, hace lo contrario de lo que debería de hacer: refugiarse en los brazos de Nuestro Señor Jesucristo y pedir clemencia ante las dificultades que se presentan.
Un gran número de personas, antes de morir, supieron perdonar y olvidar los agravios recibidos de otra gente -incluso de sus seres más queridos; les costó mucho trabajo, porque no es fácil hacerlo, pero con su actitud, legaron a los suyos un gran ejemplo de tolerancia, de amor y de paz. La misma herencia dejó todo aquél que supo perdonar una deuda que verdaderamente no podía ser pagada, demostrando así su calidad de cristianos.
De ahora en adelante, cuando veamos en los periódicos una esquela de alguna persona conocida, después de rezar una oración por su alma, reflexionemos un poco en la herencia espiritual que dejó en su paso por este mundo, en lugar de comentar con frialdad los dineros, los negocios o los bienes materiales que heredó.
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