Cuando la realidad supera la capacidad de acción de los gobiernos, éstos intentan ocultarla o buscan aprovecharse perversamente de ella. El fenómeno de la migración de México hacia Estados Unidos en la etapa que actualmente se encuentra, es producto, por una parte, del lento desarrollo económico del primer país que redunda en la falta de oportunidades y la pobreza que padece la mitad de la población, y, por otra, de la creciente demanda de mano de obra barata en el segundo, donde cada vez menos ciudadanos están dispuestos a desempeñar cierto tipo de trabajos.
Ambas naciones no han podido resolver sus problemas: ni México ha logrado elevar sustancial y equitativamente el nivel de vida de su población -por el contrario, la desigualdad socioeconómica se ha ido acrecentando-, ni Estados Unidos ha conseguido dotar de fuerza laboral legal a sectores productivos como la agricultura, servicios domésticos y de intendencia.
En síntesis, de éste lado del río Bravo sobra gente que quiere trabajar; del otro, hacen falta brazos y piernas. Entonces, el fenómeno de la migración se da en forma casi natural. El resultado: de 2000 a 2004 México expulsó a Estados Unidos un millón 600 mil personas, es decir, 400 mil en promedio cada año. Este hecho ha derivado en que hoy residen legal o ilegalmente en el vecino del norte alrededor de diez millones de mexicanos, “padres”, a su vez, de aproximadamente 17 millones, nacidos ya en Norteamérica.
Esos millones de seres humanos que caminan miles de kilómetros con todo en contra (pobreza, hambre, mal clima, obstáculos artificiales y naturales, discriminación, miedo, incertidumbre, explotación y el riesgo siempre presente de ser descubierto por la “migra”) reportan para México y Estados Unidos beneficios tangibles al llenar los vacíos (arriba citados) que los respectivos gobiernos no pueden.
Para el país receptor representa una importante fuerza de trabajo al más bajo precio y de mínimas exigencias en puestos laborales que ningún estadounidense está dispuesto a realizar. Para el expulsor, primero, una válvula de escape a la insalvable realidad de miseria y al peligro latente de que la creciente desigualdad provoque un estallido social, y, segundo, una enorme fuente de riqueza económica: tan sólo el año pasado, las remesas alcanzaron la friolera de 15 mil millones de dólares, dinero que ayudó a unos 30 millones de mexicanos a evitar que su situación empeorara.
La incapacidad de los gobiernos mexicano y estadounidense de detener el fenómeno de la migración, ha sido a lo largo de décadas más que evidente. Pero, ahora, ambos parecen haber adoptado una postura hasta cierto punto cínica. Por una parte, la Casa Blanca, lejos de parar por completo la inmigración, pretende controlarla, regularla y fiscalizarla, saber quién entra, por dónde, cuándo y para qué; y luego, por qué no, poder usar esa información para dirigir y utilizar los flujos de inmigrantes a su conveniencia. Por la otra, Los Pinos desea la legalización de millones de compatriotas para darle una esperanza a todos aquellos jóvenes que en su país no encuentran más que miseria, marginación y desempleo, además de garantizar la continua entrada de divisas vía remesas.
A ninguno de los dos les conviene, en el marco de la realidad descrita, que la migración se detenga. Ése es el verdadero interés que rige las posturas y decisiones de los gobiernos. No los derechos humanos, no la seguridad de quienes por necesidad tienen que dejar sus hogares y sus familias, sino el provecho que puedan sacar de un fenómeno social que no han sido capaces de entender, ni mucho menos resolver en beneficio de los principales afectados: los hombres y mujeres que se encuentran a expensas, por necesidad, de la vorágine capitalista en su faceta más oscura.
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