Son bravos los toros, ásperos y cornalones. Los vaqueros los sacan del breñal montés, de las fragosas cañadas de la sierra, y los llevan a campo abierto, junto al pueblo. Allá acuden los mozos y las mozas: ellos a torear al animal más grande y fiero; ellas a contemplarlos desde lejos.
Se turnan en la faena los lidiadores. Algunos son heridos o muertos por el toro. Aquel que ha dado los mejores lances gana el derecho a estoquearlo. Si lo mata de una sola estocada gana el premio. La recompensa no es una suma de dinero, ni un trofeo. El premio lo da una leyenda: esa noche todas las mujeres verán en su sueño al triunfador.
En un pueblo de España, Tordesillas, pasaba eso. ¿Aún sigue pasando? No lo sé. Escribo como si sucediera todavía. España es eterna, y eternos son la magia y el misterio que hay en la fiesta de los toros. Dejo constancia aquí de esta vaga visión difuminada, la de unos hombres que invitan a la muerte a que los mate por sólo el premio de aparecer en un efímero sueño femenino.
¡Hasta mañana!...
