Mientras escribo bebo el primer café de la mañana.
Humea la taza, invitadora. En humo y en aroma se difunde el evanescente genio de esta criatura que vino de parte del Oriente con su carga de magia y de misterio.
Me han dicho cómo debe tomarse el buen café.
Caliente. Que encienda cuerpo y alma.
Amargo. Sin la ajena presencia del azúcar; sin compañía de líquidos extraños.
Fuerte. Concentrada su esencia, no diluida ni desvirtuada.
Escaso. Por ser bueno ha de ser poco.
Júntense las primeras letras de esos adjetivos -caliente, amargo, fuerte, escaso- y tendremos el nombre del café, oscuro don de claros dioses, pequeño látigo que excita al cuerpo para que haga el trabajo del espíritu.
¡Hasta mañana!..