Confieso ser un apasionado del cine. Me gusta más como espectáculo para la evasión, no tanto como arte; pero me parece justo que en la enumeración de las expresiones humanas de la belleza se haya considerado a la cinematografía como el séptimo arte.
Me parece que el cine fue inventado para goce de las personas y cada quién disfruta lo que espera de cada película expuesta ante sus ojos. Habemos seres ordinarios que nos limitamos a distraernos, pero hay otros más sensibles y cultivados que sólo se divierten con el cine de arte. Diría Cagancho: “Hay gente pa’tooo”.
En los años sesenta del siglo XX teníamos en Saltillo unos cuantos teatros dedicados a la exhibición cinematográfica; las “vistas” –como las llamaban nuestras abuelas— no duraban en cartelera más de un par de días, pero luego llegaban otras, a veces viejitas, si bien más divertidas o provocadoras del llanto; en ambos casos constituían buenas terapias. Los jueves y los domingos eran días de ir al cine: al Teatro Cinema Palacio, o al cine Saltillo, al Royal, al Olimpia —hoy cine porno—y al Florida, que era grandísimo; pero a fines del decenio llegó la televisión a la ciudad, y eso gracias a las Olimpiadas. Otras ciudades la disfrutaban desde los años cincuenta, como Guadalajara, Monterrey y Torreón.
En 1968 empezamos a ver cine en el artilugio electrónico: eran películas borrosas de quince años atrás, casi todas mexicanas, pero tener el cine en casa, aunque fuera malo, provocó un efecto de ausentismo en las salas cinematográficas, las cuales fueron cerrando poco a poco por falta de público. Luego en 1970 llegó a Palacio Nacional el presidente Luis Echeverría, cuyo hermano incómodo fue un actor de cine conocido como Rodolfo Landa, a quién dio el encargo de manejar la Compañía Operadora de Teatros, después de haber comprado, en el sexenio anterior, la cadena de exhibición que manejaba el señor William Jenkins, un ricachón de Puebla. Para proteger al cine nacional y a los cines del Gobierno, a don Luis se le ocurrió dictar un acuerdo proteccionista: sus salas sólo exhibirían películas mexicanas y lo que fuera más barato de la producción de Hollywood, para no gastar muchos dólares. La productora del Gobierno empezó a engendrar churros de cabareteras, tarzanes, pachuchos y gángsteres. Y ello agravó la crisis de asistencia a las salas iniciada por el predominio de la televisión. Las películas europeas le parecían audaces a la señora Echeverría, aunque las “producciones” mexicanas de esos años resultaban verdaderamente procaces.
En toda la República empezaron a sufrir los burócratas que operaban los cines. En Saltillo sólo el cinema Palacio, empresa privada, y el cine Saltillo quedaron en pie. El primero fue el último en caducar. Su propietario, don Gabriel Ochoa, resistió la crisis con estoicismo hasta que el destino tocó a su puerta y se fue con Dios.
Pero el cine Palacio estaba tan bien hecho, tenía tanto prestigio y era tan cómodo, que duró algunos años más en el negocio, hasta que dejó de servir a los fines para los que fue creado. Luego la Universidad de Coahuila lo arrendó para exhibir cine de arte y creo que en la actualidad lo maneja un empresario particular que intenta convertirlo en buen negocio.
En la actualidad tenemos en Saltillo 45 salas cinematográficas, aunque tal abundancia no responde a la calidad de las producciones. Es muy poco el buen cine europeo que llega a México, pues las distribuidoras de películas están controladas por los trusts estadounidenses. Y es muy raro que una producción excepcional llegue a estos cines. Lo aburrido es que la mayoría de las 45 salas cinematográficas pone las producciones que les llega, no las que escoge: son copias de una misma película, que los cines exhiben en el mismo horario y en el mismo día.
No hay discernimiento para la exhibición porque la distribución es un monopolio. Además, ya se anuncian otras 15 salas de la cadena Cinépolis, que se agregarán a 14 que ya funcionan. En la mitad del año 2007 tendremos cerca de 60 salas. ¿No sería tiempo de que los exhibidores obliguen a las distribuidoras de películas a escoger y diversificar mejor las cintas que pondrán en sus pantallas? ¿O estaremos condenados, de por vida, a pagar por ver los churros fantasiosos e inducidores de violencia y pornografía en la infancia, pero clasificados para todo público que nos envían los vecinos del norte?