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Mujeres perjudicadas

Miguel Ángel Granados Chapa

Indirectamente, sólo por su vínculo con protagonistas de escándalos o de sucesos polémicos, se multiplica el caso de mujeres a las que se hace pagar una parte del costo de errores o acciones ajenos, o en los que han participado de refilón. Es digna de nota la culpabilidad vicaria que se les asesta porque no sucede lo mismo cuando son mujeres las puestas directamente en cuestión: a sus maridos no se les atribuye responsabilidades por el solo hecho de ser cónyuges.

Margarita Zavala padece el doble efecto pernicioso de parentescos colocados en la picota. Es cierto que al ser constituida la empresa Hildebrando, S.A. de C.V. ella figuró con el diez por ciento de las acciones, de que después se desprendió como el resto de los Zavala, excepción hecha de Diego. Cuando se integró aquella sociedad en 1986, con un capital social de mil pesos, Margarita tenía sólo 19 años de edad y cursaba el segundo año de Derecho. Sólo se casaría con Felipe Calderón en 1993. Nada indica que haya mezclado su carrera, labrada por sí misma, no obstante los cargos de su marido, en negocios de ninguna índole. Y sin embargo resulta zaherida cuando, por el señalamiento de Andrés Manuel López Obrador a un “cuñado incómodo” de Calderón (cuyo nombre no fue pronunciado entonces) se conoce el desarrollo del consorcio puesto como ejemplo de crecimiento insólito e ingeniería fiscal que concluye en no pagar impuestos (o sólo una pequeña porción de los correspondientes).

Militante panista desde la adolescencia, Margarita estudió en la Escuela Libre de Derecho y además de directora jurídica del comité nacional de su partido (antes que lo encabezara Calderón) ha sido profesora de materias jurídicas en la Universidad Iberoamericana y en el Instituto Asunción, donde hizo sus estudios básicos y medios. Ha sido asambleísta del DF y diputada federal en una bancada a cuya mesa directiva pertenece. Su dieta de legisladora ha servido para sostener a su familia, desde que su esposo renunció a la secretaría de Energía, a fines de mayo de 2004.

Claudia Sheinbaum ha sido rudamente vilipendiada en los días recientes, porque se ha recordado que su esposo Carlos Ímaz fue sentenciado por uso de recursos de procedencia ilícita con fines electorales, ya que recibió dinero de Carlos Ahumada, es decir no por algún ilícito que ella hubiera cometido, tal como ocurrió también a la diputada Dolores Padierna y su marido René Bejarano.

Licenciada en física y maestra y doctora en ingeniería energética, Claudia Sheinbaum hizo una relevante carrera académica y como docente en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional, donde se formó. Tras una estancia en la Universidad de California, formó parte del Programa de estudios avanzados en desarrollo sustentable, del Colegio de México. Pertenece a la Academia mexicana de la investigación científica y es integrante del Sistema nacional de investigadores.

En diciembre de 2000 fue nombrada secretaria del Medio Ambiente por el jefe de Gobierno López Obrador, quien al año siguiente la comisionó, sin mengua de sus competencias en el área ecológica, para supervisar las obras viales que caracterizaron a la primera Administración perredista que dura un sexenio y que tuvieron como un móvil dominante disminuir los índices de contaminación causada por el transporte vehicular. Apenas el mes pasado renunció a su cargo para incorporarse a la campaña de López Obrador.

Erróneamente a mi juicio, porque se la expuso a insidias renovadas, se le comisionó para presentar y desarrollar el señalamiento sobre el consorcio Hildebrando. Torpemente, se la ha supuesto carente de autoridad moral para informar de las irregularidades halladas en ese caso, por la sola circunstancia de que su esposo fue procesado. Ímaz se reconoció destinatario de fondos aportados por Ahumada y pagó legal y políticamente ese momento. Fue sentenciado a tres años y medio de prisión, conmutables conforme a la Ley por una sanción pecuniaria. Renunció a su cargo de jefe delegacional en Tlalpan y a su militancia en el PRD.

María de las Heras es una activa investigadora demoscópica que dirige ahora su propia firma de encuestas. En su libro reciente, Por quién vamos a votar y por qué (una suerte de continuación de Para qué sirven las encuestas) apunta que la “elección del 2006 será la sexta contienda federal en México de la que me toque llevar registro mediante encuestas. Empecé en 1989, cuando el PRI perdió su primera elección estatal en Baja California. Me inicié en esto porque al entonces presidente nacional del tricolor, (Luis) Donaldo Colosio antes, durante y aun después de la fallida elección, sus ayudantes sólo le informaba que todo iba de maravilla y no debía preocuparse por nada”.

Porque hizo encuestas para un partido de tanto en tanto se cuestiona la validez de su trabajo, no obstante que adquirió hace mucho tiempo su independencia. Pero está casada con César Augusto Santiago, secretario de elecciones del comité nacional priista de hoy, que padece mala fama en esa materia y aquella circunstancia privadísima ha sido evocada como causa de sospecha.

Felipe Calderón, que se burlaba de la reacción de López Obrador ante sondeos que no lo colocaban en primer lugar, hizo lo propio ante la encuesta aparecida en Milenio el martes pasado, donde desciende al segundo sitio. Imputó el resultado a la condición conyugal de la encuestadora. Y si bien reconoció su error, pidió en privado disculpa para una descalificación pública.

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