Suele olvidarse, pero el concepto clave para la Modernidad no es ni Ciencia, ni Democracia ni Progreso. El concepto fundamental e indispensable para la Modernidad, y por tanto el que ha hecho a este mundo lo que es, resulta ser el de Tolerancia. La tolerancia es la base de todo lo demás. Sin tolerancia los científicos, técnicos y Ciros-Peraloca de todo jaez no gozarían de la libertad que conduce a los prodigiosos saltos de ingenio que nos han dado las comodidades y fodongueces de que gozamos (y abusamos) hoy en día. Sin tolerancia es imposible el funcionamiento de sistema democrático alguno, dado que admitir que el otro puede tener la razón (y el poder) es la regla primigenia de cualquiera que se precie de serlo. Sin tolerancia florece el racismo, la persecución de los distintos y la indefensión de las minorías. Sin tolerancia es imposible hablar de derechos humanos, de derechos de la mujer y de cualquier otro derecho mínimamente universal. Sin tolerancia, pues, éste sería un mundo mucho más hostil… como lo era hace siglos.
La tolerancia como valor fundamental nació de la simple necesidad: después de la última de las grandes guerras de religión entre católicos y protestantes, la llamada Guerra de Treinta Años (1618-48), que devastó a regiones enteras de Europa (Alemania no se recobró demográficamente sino dos siglos más tarde… cuando empezó su camino a la hegemonía), las distintas potencias decidieron ponerle punto final a tanto desgaste y asegurarse que no se repetiría semejante insensatez. Para ello los diplomáticos (que desde entonces tragan canapés como Pac-mans) se reunieron en un conjunto de pueblecitos de la región renana de Westphalia. Ahí se acordaron muchas cosas, pero básicamente dos: A) Si se quería mantener la paz, era imprescindible dejar de perseguir al vecino porque se persignaba con la mano equivocada: católicos y protestantes tenían que aprender a convivir y dejar que cada quién rezara y se salvara como le diera la gana; y B) los países dejarían de meterse en asuntos ajenos que no les atañeran directamente. Esto es, vive y deja vivir.
La llamada Paz de Westphalia es reconocida como uno de los puntales del mundo moderno porque consagró dos principios que desde entonces nos han acompañado (bueno, a quienes vivimos o queremos hacerlo en la Modernidad): la tolerancia y el estado nacional.
Por supuesto, la tolerancia tiene muchos bemoles, incluso en sociedades que se supone han sido construidas en base a sus postulados y que en teoría tienen siglos practicándola. Vean nada más las bestialidades que Hitler hizo en toda la Europa ocupada por los nazis (con la activa colaboración de húngaros, lituanos, ucranianos, franceses y polacos, todo hay que decirlo); o el sangriento encono con que pocos años atrás se pegaban hasta con la cubeta católicos y protestantes en Irlanda del Norte (o bueno, el Ulster, para no herir susceptibilidades). O cómo en la primera democracia moderna, Estados Unidos, siguen existiendo bastiones de racismo y crímenes contra homosexuales por parte de homofóbicos. Sí, la tolerancia es un asunto en el que todos están de acuerdo de dientes-para-afuera; pero sobra quiénes se sienten incómodos al darle su lugar a quien no piensa, cree o adora algo distinto.
Además, cada vez con mayor frecuencia se utiliza el epíteto de “intolerante”, aunque no lo sea, para descalificar al rival, enemigo o simple latoso. Al señor Abascal le ha llovido ese adjetivo, pero que yo sepa no le ha impuesto sus creencias a nadie, ni ha censurado una sola novela, obra de teatro o película. De hecho, los intolerantes fueron sus numerosos detractores cuando, hace años, le negaron el derecho de determinar qué podía leer su hija menor de edad… un derecho que, creo, tenemos todos los padres de familia. Que Abascal es muy persignado, eso que ni qué. Que su mochilonguez resulta decimonónica, de acuerdo. Pero que alguien hieda a incienso y vaya a misa a diario, me perdonan mucho, pero eso no lo hace intolerante. Puedo no estar de acuerdo con él, pero tiene derecho a hacer sus desfiguros en tanto no se meta con los míos. De hecho, en ése (y otros) sentidos, la izquierda cavernaria mexicana es mucho más intolerante… incluso al interior de sus propios grupos y partidos. Si no me creen, pregúntenle a Rosario Robles. O a Cuauhtémoc Cárdenas. Si los encuentran en algún lado.
De la misma manera que se tilda de intolerantes a quienes, por ejemplo, se oponen al matrimonio entre homosexuales… un paso que, según encuestas, rechaza un 80 por ciento del pueblo de México. Como también es rechazado por una mayoría en muchos países usualmente considerados avanzados. Entonces, ¿la mayoría es intolerante? ¿O se está enfocando el problema de manera sesgada? Que una pareja gay debe tener derechos semejantes a los de sus conciudadanos heteros (a la herencia, la propiedad mancomunada, la seguridad social por asociación, etcétera) resulta en apariencia obvio. Pero que no pueden tener derechos conyugales (a adoptar, al matrimonio civil) creo que también es obvio, dado que ni son cónyuges ni forman una familia como la que hemos conocido como tal desde, al menos, el Neolítico. Y es que, como todo ordenamiento civilizatorio, la tolerancia tiene límites… aunque en ocasiones sean difusos.
No nos debe sorprender que las más patentes (y patéticas) violaciones a la tolerancia tienen como origen las ordenanzas religiosas. Y es que cuando Dios (o Yahvé o Alá) habla, todo mundo se tiene que cuadrar y hacer caso. O al menos así lo piensan no pocos habitantes de este siglo XXI.
La semana pasada el Gobierno de Afganistán se metió en una broncota cuando, cediendo a presiones internacionales, liberó “por falta de evidencias” a un tal Abdul Rahman, después de varias semanas de prisión. Rahman había sido encarcelado bajo la terrible acusación de haberse convertido al cristianismo. Esto es, había considerado que era mejor seguir la doctrina de Cristo que la de Mahoma. El problema es que, según la Constitución de Afganistán, eso es un delito punible con la pena capital. Sí, por andar pasándose de una cancha (del monoteísmo) a la otra, uno puede perder la vida en Afganistán. Legalmente.
Como resulta notorio, la tolerancia religiosa no es un principio consagrado en las leyes de aquellas tierras ni mucho menos. Pero quizá lo más sorprendente es que en muchas otras partes, especialmente del mundo musulmán, no cantan mal las rancheras. Algo tan elemental como respetar las creencias religiosas del individuo, y su libertad de optar (Westphalia, siglo XVII, ¿recuerdan?), resulta sencillamente desconocido y hasta desprestigiado en buena parte de este cochino planeta en el que nos ha tocado vivir.
¿Por qué? Porque esos países no vivieron el proceso que seguimos en Occidente durante los últimos cuatro siglos o por ahí. Esos valores no han tocado, ya no digamos calado hondo, en buena parte de la Humanidad. Si entre los hijos de la Revolución Francesa y nietos de la Ilustración, sabe Dios… imagínense lo que pasa por las mentes de quienes piensan que Montesquieu fue un medio volante ofensivo del Olympique de Lyon.
En México, un país donde se puede pasar de la Modernidad a la Premodernidad más cavernícola nada más cruzando la calle (u oyendo al gobernador de Puebla), la tolerancia ha sufrido muchos vaivenes. De la Policía de Díaz Ordaz rapando con bayoneta a los greñudos en la vía pública hace cuarenta años, a los desfiguros grotescos de los reality shows televisivos y los dizque consejos sexuales de una pobre mujer deforme de hoy en día, digamos que ha habido muchos cambios.
Como resulta que se pueden filmar bodrios de películas dizque “de denuncia” (lo que denuncian es la pobreza intelectual de sus creadores) el mismo año en que la Suprema Corte rechaza la apelación de un campechano (de Campeche, no que fuera ingenuo el hombre) que está amenazado de cárcel por escribir un (pésimo) poema es que se refiere escatológicamente a la patria (la verdad, ¿le falta razón?). O sea, se pueden decir cosas muy feas del sistema, del Gobierno y del señor Fox. Pero de la banderita tricolor no. ¡Qué madurez!
Así pues, seamos francos: nuestra premodernidad e intolerancia aflora con más frecuencia de la que quisiéramos. Y eso lo vemos en las actuales contiendas electorales, que son para dar vergüenza.
Lopejobradó callando a gritos al presidente de la República no es sólo una muestra de intolerancia: es una prueba (más) de que el tipo es un patán. Lo inquietante es que ello sea visto por ciertos sectores de la sociedad como “tener bien puestos los pantalones”, “ser valiente” y otras sandeces. Según el imaginario popular mexicano, eso es “ser muy macho”.
Es… no tolerar a quienes nos desafían. Y luego nos extraña la extensión de las redes de golpeadores de mujeres y pederastas que van de punta a punta de nuestro país. Si la ordinariez, la mediocridad y la patanería son vistas como virtudes, entonces ¿cómo esperan que vivamos en un país mínimamente moderno?
No es cuestión de modas, de gustos, de clases sociales. Son nociones de comportamiento consagradas desde hace siglos, que han hecho a este mundo mucho más vivible y que nos ha costado sangre-sudor-y-lágrimas construir.
Y que, como veíamos, ni siquiera se han consolidado en un país al que sus élites liberales han intentado llevar arrastrando, gritando y pataleando a la Modernidad desde hace siglo y medio. No echemos todo por la borda siguiendo el espejismo del caudillo mesiánico y eso que dan en llamar la “intolerancia justiciera”… como antes se habló de la “dictadura del proletariado”. Toda intolerancia, toda dictadura, conduce al abismo.
Consejo no pedido para que lo toleren hoy domingo: lea “Retrato de grupo con señora”, de Heinrich Böll, sobre las diversas reacciones al “distinto”… y a quien le dio vuelo a la hilacha con él. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx