Borges-Neruda: un estudio comparado, con intentos de transformarlo en comedia para el gusto de las masas. La erudición de uno, el hedonismo del otro, y la obra literaria de ambos determinada por sus circunstancias, como ocurre con los grandes maestros. Borges tan ciego de Buenos Aires, y tantos poemas dedicados a lamentar su ceguera. Y Neruda varias veces proscrito y militante político, con múltiples y pecaminosos poemas dedicados a las gestas revolucionarias. Al parecer, iba quedando claro el panorama de sus contextos y diferencias en el semestre de Literatura en la universidad, hasta que en el día del examen una niña bonita de allá al fondo de la sala levanta la mano y pregunta: ¿Borges era el cieguito, no es cierto?
Otro caso: anuncio el control de lectura de Santa Evita, la magistral novela de Tomás Eloy Martínez. Y antes planteo ciertas ideas sobre el mito en América Latina, sobre la vaguedad de la doctrina peronista en la que todo cabe, y ya: nos vemos el día del certamen. Afuera de la sala, una muchacha de apellido prominente se me acerca bien querendona y me pregunta con la más profunda sinceridad:
-¿Hay que leerse el libro?
Al principio me agobiaba por esos reveses de la cuasi docencia de Literatura, en la que he caído por obras del azar. Pero con el tiempo he ido comprendiendo el carácter de causa perdida que significan las novelas y cuentos, y que los jóvenes son cada vez más proclive a concentrarse en las cervezas de la tarde, o incluso en materias de sus propias disciplinas. Así, quién podría culparlos. Para qué nos meten esta cuestión de los libros, se lamentarán a cabezazos. Como Manolito, el amigo de la ?chimoltrufia? cuando decía: ?de qué me sirve a mí saber que el Everest es navegable?.
Entonces, he preferido asumir que las inquietudes, las preguntas disparatadas y los bostezos en la sala, también son parte del gran esquema de la literatura, que -como sabemos, como lo ha indicado el cieguito mencionado más arriba- abarca incluso nuestras vidas. Luego de esta feliz revelación, abrí un archivo para comenzar a coleccionar las ?puntadas? estudiantiles, con la esperanza de que un día sean tantas, y tan sabrosas, que den para publicarlas en un libro. Hasta me aventuro a creer que un volumen así al fin despertaría el interés de las editoriales, muy proclives hoy a publicar solamente lo que parece literatura.
Y regreso al aula. En la literatura se conoce como ?vacío? el espacio que un autor deja libre para que pueda interactuar el lector. Todo lo que no se explica en una novela, expongo frente a los alumnos con mi vocación de Enrique Moreno Tagle (mi inolvidable maestro de la materia) puede ser interpretado de cualquier manera por quien lee el texto. O sea, y ahí tiro mi perla, mi caballo de batalla: de ese modo la literatura te obliga a pensar, a desarrollar tu intelecto. Correcto, creo yo, sencillo y bien planteado. Tan simple que lo integro en el examen como una primera pregunta de base, para asegurarles un punto. Hace un año, sin embargo, recibí una respuesta antológica de un alumno, hoja que conservo con la intención de enmarcarla como un símbolo de la inútil cruzada contemporánea. Y también, insisto, la entiendo como un bello retruécano, que me recuerda los más irónicos aforismos de George Bernard Shaw. Cito: Pregunta 1: ¿Qué es el vacío en la literatura? Respuesta: El vacío es lo contrario de lleno, es lo que no tiene nada adentro.
Desde que dejé de abrumarme con la esterilidad crónica de la literatura, espero con ansias estos comentarios de los alumnos que detestan la disciplina, y de seguro odian al majadero humorista parado al frente de la sala. Sospecho que existe una especie de intertextualidad, una comunicación inalámbrica entre ellos, como si estuviesen de acuerdo para exponer sus reacciones alérgicas a los libros.
La señorita se acerca después de la clase, dice que quiere ser escritora. Ella es mayor que sus compañeros, tiene, tal vez unos 25 años. Y necesita consejos. Con paciencia le expongo el complejo panorama de la narrativa mexicana y le sugiero lo básico: hay que leer mucho, leer como un caníbal antes de siquiera escribir la primera línea. Además, le planteo la Ley universal de Borges sobre la escritura. Usted ya sabe, le digo, que todo está escrito y que lo demás es reescritura. La señorita me mira a los ojos en la cafetería donde hemos ido a conversar, y me dice: como si fuera un presidente cualquiera ¿Quién es Borges?
Guardo esa anécdota como la más sabrosa para mi proyecto de selección de exabruptos literarios. Y he discurrido que la pregunta, por el carácter metafísico e irreverente -¿Quién es Borges?-, podría ser el título del libro. Aprovecho de ofrecer el proyecto a la editorial. Mientras, regreso a clases para continuar la recolección.