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Norte y Sur / Cuando los críticos narran: separación entre teoría y biografía

Salvador Barros

La vida como libro. Releo El Danubio de Claudio Magris y no me sorprende el hecho de que el autor italiano haya logrado convertir su erudición en una fuente constante de iluminación, al elevar la crítica al rango de diario de ruta, como si la separación entre teoría y biografía no fuera más que una mala excusa esbozada por ciertos docentes universitarios con poca imaginación. Para Magris, los pasajes que leemos son como los paisajes en los que habitamos; las reseñas literarias como un mapa de afinidades electivas de una geografía imaginaria, las señas de un lugar que sólo puede habitar en la mente o la biblioteca. Anota Magris: ?El río es un viejo maestro taoísta que a lo largo de sus orillas da clases sobre la gran rueda y sobre los intersticios entre sus radios?.

En esos intersticios habitamos los lectores mientras El Danubio se me devuelve como un reflejo y una pregunta. ¿Y nosotros qué? Más allá del debate entre ficción y no ficción, un libro como El Danubio hinca el diente en las frágiles fronteras de la crítica literaria, bailando en sus límites difusos. Hace años atrás, cuando leía Diez Tesis Sobre la Crítica de Grínor Rojo, lo que más me llamaba la atención -más allá de sus indispensables vueltas de tuerca sobre el tema de poscolonialidad y la sonrisa irónica lanzada sobre la biblioteca postestructural- era que el libro estuviera escrito casi en una primera persona novelesca, de que Rojo se permitiera sin problemas ironías, ajustes de cuentas rabiosos, relecturas y desvíos feliz de convertir su texto en un objeto bastante más explosivo que un manual de estética. Ahí había algo. Tal como El Danubio, en ese manual de teoría literaria se exploraba la intimidad de lugares donde la historia de la literatura se acomodaba al paisaje, avanzando hacia zonas antes no visitadas. De este modo, la teoría operaba como un sistema de memoria doméstica, haciendo que la academia se sacara sus corsés, se soltara la ropa, entregándose a la fiesta o al miedo, confrontando en eso al presente.

Por supuesto, no es nueva aquella premisa de que los críticos deberían escribir novelas. A veces lo hacen y no lo dicen explícitamente: tipos como Bloom o Barthes o Steiner son tan autores de ficción como Paul Auster o Vila-Matas. El peruano Julio Ortega, por ejemplo, tiene su nouvelle Caja de Herramientas, donde bajo los ensayos incluidos se ofrecían, más que elementos críticos, las imágenes de algunas poéticas esforzadas en capturar las identidades cruzadas de un país en transición. Más académico que cronista, Ortega lo intentaba y a veces le resultaba. La obra de gente como Eltit, Lemebel o Fuguet dejaban de ser noticias de ninguna parte y adquirían el espesor de flamantes polaroids que ahora leemos envejecidas como documentos de época: el diario de viaje de un observador atento, el cuaderno de notas para una novela que jamás leeremos.

Así están las cosas. La semana pasada murió la escritora chilena Stella Díaz Varín y -más allá de las necrológicas de rigor- me pregunto ahora cómo procesaremos su genio y figura en términos canónicos, qué demonios significará realmente ella para nuestras letras y nuestra academia. Así, la vida -o la muerte- de Díaz Varín podría ser un capítulo de ese libro, de esa novela-río donde se especule y se inventen sus pasos por Buenos Aires o Santiago, una historia de la literatura sudamericana servida como la memoria ácida de su siglo XX; apuntes que le servirían al lector para establecer su propio recuerdo inventado, la tradición reescrita de nuevo tal y como se habita una ciudad invisible.

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