El 30 de abril de 1945, Adolf Hitler se pega un tiro tras de envenenar a su amante, Eva Braun, con quien acababa de casarse. El nueve de mayo las fuerzas alemanas se rinden ante un general soviético y otro estadounidense. Europa y el mundo viven a partir de entonces una gran transformación.
La noticia, a 60 años del fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa, es la reivindicación de Stalin, uno de los personajes centrales de esta carnicería del siglo XX, por parte del actual presidente de Rusia, Vladimir Putin. La gente no tiene memoria. Según dos encuestas recientes, el 58 por ciento de los rusos considera que la victoria sobre Alemania en 1945 está ligada a la persona de Stalin. Ante eso, circula en Moscú un manifiesto de la organización de derechos humanos Memorial recordando las atrocidades de Stalin y el significado funesto de su pacto de 1939 con los nazis.
Hitler tampoco ha sido olvidado como lo muestran los movimientos neonazis en el mundo. Aquí mismo en México, un libro neonazi, Derrota Mundial, de Salvador Borrego, fue muy popular en las secundarias y preparatorias del país durante los años setenta. Todo un fenómeno literario (en espera de un buen análisis) patrocinado desde Monterrey por Eugenio Garza Sada, según publicó en su momento la empresaria Irma Salinas Rocha. Curiosamente, el pasado 30 de abril, a 60 años del suicidio de Hitler, una bandera nazi podía verse en una ventana de una vivienda en la colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México. Días después había desaparecido.
De acuerdo con el historiador británico David Schoenbaum (Hitler?s Social Revolution. Class and Status in Nazi Germany, 1933-1939 publicado por Norton, Nueva York, 1966), el régimen hitleriano produjo una ?revolución social? que cambió para siempre la estructura de Alemania. Fue un resultado no deseado por Hitler que facilitó el establecimiento de la democracia alemana después de 1945. Por su parte, el destacado sociólogo Ralf Dahrendorf, en un estudio sobre la democracia alemana, sostiene que Hitler, al buscar el poder total, tuvo que destruir las lealtades regionales, religiosas, políticas, sociales e incluso familiares, y politizar la sociedad por la ideología y el partido totalitario, ?todo lo cual produjo una modernización social de tal alcance que el contenido de la revolución fue la modernidad?.
Autopistas y volkswagens, es lo que proponía Hitler en su estado de bienestar. Casi la mítica California estadounidense. En realidad -cuenta el investigador británico Michael Burleigh en El Tercer Reich. Una nueva historia, Taurus, 2002)-, los militares desconfiaban de las autopistas que podían guiar a los bombarderos enemigos hacia sus blancos. Pero Hitler quería que el pueblo alemán pudiera ir fácilmente al campo a comer salchichas y disfrutar de la naturaleza. Hitler era ecologista, no fumaba y quería mucho a los niños y a los animales. Sin embargo, desde el punto de vista del ataque al desempleo, la construcción de autopistas apenas absorbió entre el cuatro y el cinco por ciento de la cifra de seis millones de desempleados calculados en 1933.
¿Cómo empezó el mito de Hitler?
A finales de los años veinte, el partido nazi era una organización minoritaria que apenas había conseguido el 2.6 por ciento de los votos en las elecciones para el Reichstag. Pero se había extendido muchísimo. En los años treinta empezó a captar incluso el voto de los obreros comunistas (algo previsto por Hitler), mientras que el Partido Comunista ya estalinizado seguía con su política de calificar a los socialdemócratas de ?socialfascistas? en lugar de establecer un frente único contra el nazismo. Cuando rectificaron siguiendo órdenes de Moscú era demasiado tarde.
?Hay serias razones que cuestionan la tesis ampliamente aceptada, según la cual la Depresión de 1930-1933 no sólo contribuyó a que Hitler se hiciera con el poder, sino que hizo esto posible?, explica John Lukacs en El Hitler de la Historia. Juicio a los Biógrafos de Hitler (Turner/FCE, 2003
Precisa Lukacs:
-Sabemos que el paso más importante [del ascenso de Hitler al poder], literalmente un salto, fueron las elecciones al Reichstag en septiembre de 1930, en las que los nacionalsocialistas recibieron casi siete veces más votos que dos años antes; pasaron de menos de un tres por ciento a casi un 19 por ciento del total de votos. Sin embargo, los historiadores han dedicado relativamente poca atención al ya rápido incremento de los votos nacionalsocialistas del verano de 1929 y principios de 1930 en las elecciones municipales y estatales (en Sajonia, Mecklemburgo o Baden, por ejemplo), que en ocasiones ascendió al 13 o el 14 por ciento. Esto ocurrió antes de la Depresión Mundial y antes de la oleada de desempleo en la Alemania de la [República] de Weimar. Algunos historiadores han señalado que durante su crucial ascenso de 1930 a 1933, que coincidió con los peores años de la depresión, Hitler no tenía un programa económico definido; en otras palabras, su atractivo no era primordialmente económico, tal vez apenas era económico. Lo que se puso de relieve en 1930 y después fue la tremenda oleada de nacionalismo alemán entre todas las clases sociales y de modo significativo entre los más afectados por el desempleo y otras desgracias económicas.
Más que un partido único, sostiene Lukacs, lo que había en Alemania era el mito de Hitler. Los alemanes lo amaban más que temían, al contrario de lo que les sucedía a los rusos con Stalin.
-La masa del pueblo alemán -escribe Lukacs- admiraba y quizás incluso amaba a Hitler, mientras que no admiraba o amaba necesariamente al nacionalsocialismo y al partido. Debemos, quizás por última vez, advertir esta distinción, teniendo presente asimismo las limitaciones de una afirmación tan categórica, puesto que también existían solapamientos y divisiones de opinión. El pueblo alemán creía en Hitler. O bien depositaba su fe en él. Esto puede que no sea disculpable, pero era comprensible. Tuvo mucho que ver no sólo con sus asombrosos éxitos, con el aumento del prestigio alemán en el mundo, sino también con la prosperidad nacional que logró poco después de su asunción del poder.
En El Mito de Hitler. Imagen y Realidad en el Tercer Reich (Paidós, 2003), el historiador británico Ian Kershaw hace notar el abismo que separa al personaje fabricado por la propaganda, y el Hitler auténtico. Casi siempre se ha ignorado que, al igual que otros gobernantes, Hitler y sus nazis buscaron enriquecerse rápidamente a costa de la corrupción y la rapiña.
En noviembre de 1932, el periódico socialista Das Freie Wort daba una explicación casi de estrella de rock glamorosa del mito de Hitler: Adolf tenía mucho de femenino. Era una primma donna que hacía uso de su vanidad y de gestos ensayados.
Son seis los puntos que, según el análisis del citado Kershaw, integran el mito de Hitler:
1) Personifica la nación y la unidad de la ?comunidad nacional?, al margen de intereses sectarios y egoístas. 2) Arquitecto y creador del milagro económco alemán de los años treinta, que había eliminado el desempleo masivo y la miseria.
3) Representante de la justicia popular que había impuesto, por fin, la ley y el orden.
4) Un personaje moderado (¡sí!) que no se dejaba llevar por los extremismos.
5) Incomparable líder militar (al menos hasta que empezó a perder la guerra).
6) Baluarte frente a los enemigos de la nación como el marxismo-bol- chevismo y los judíos.
¿Hasta qué punto eran obedientes o desobedientes los ciudadanos alemanes?
Varios estudios han puesto el dedo en la llaga.
El historiador estadounidense Eric A. Johnson hace un resumen de estos hallazgos en El Terror Nazi. La Gestapo, los Judíos y el Pueblo Alemán (Paidós, 2002): En el Tercer Reich no todos los alemanes eran devotos del nazismo ni del antisemitismo. Algunos alemanes se opusieron activamente al régimen de Hitler; muchos defendían en privado sus convicciones contrarias al nazismo [se ha demostrado que millones escuchaban por las noches las transmisiones de la BBC de Londres]... No obstante, no podemos eludir el hecho de que los alemanes no elevaron protestas significativas contra el mayor acto criminal de la Alemania nazi, el asesinato en masa de la población judía alemana y europea. Hitler, el Partido Nazi, las SS y la Gestapo no mataron solos a los judíos. Sin duda, tuvieron una gran responsabilidad, pero para llevar a cabo el Holocausto fue necesaria la colaboración de todo el pueblo alemán. Muchas personas de otros países también se mancharon las manos con sangre judía antes de que finalizaran los asesinatos?. Ante el asesinato en masa, hubo un silencio en masa.
Puntualiza Johnson: ?En los últimos años, el papel de los ciudadanos alemanes corrientes en el Holocausto ha sido objeto de atención y debate acalorado. Primero Cristopher Browning y posteriormente Daniel Goldhagen presentaron descripciones escalofriantes de cómo los ciudadanos alemanes medios (muchos de ellos de mediana edad, sin vínculos con el movimiento nazi) se alejaban periódicamente de sus hogares, familias y carreras civiles para servir en los batallones de la policía de reserva que mataban a miles de judíos indefensos a quemarropa, en los campos de exterminio situados en Polonia y en la antigua Unión Soviética, donde se asesinó aproximadamente a un 25 por ciento de los judíos que murieron en el Holocausto?.
La guerra es un infierno. Y, como dice el teórico militar canadiense Van Creveld, ?su capacidad de entretener, de inspirar y de fascinar nunca ha sido puesta en duda?. La guerra es un placer y una prueba de masculinidad. Nadie está exento, ni nazis ni aliados.
La decisión del primer ministro británico Winston Churchill de iniciar los bombardeos sobre Alemania en mayo de 1940 se mantuvo oculta. Para F.P.J. Véale, autor de Camino de la Barbarie (1948), los bombardeos fueron un gran experimento de ?ingeniería psicológica?.
Pregunta el escritor sueco Sven Lindqvist en su deslumbrante Historia de los Bombardeos (Turner/FCE, 2002): ?¿Qué sentido militar tenía enviar 18 bombarderos a la apacible campiña de Westfalia con la esperanza de destruir algunas estaciones de tren??.
Responde Lindqvist.
-Lo que en realidad se pretendía era algo totalmente distinto: provocar las represalias alemanas, manteniendo viva la voluntad de lucha de los ingleses. Se engañó a la opinión pública británica culpando de los ataques aéreos a Gran Bretaña de 1940 y 1941 a los dirigentes alemanes, cuando de hecho éstos, según Spaight [En Defensa de las Bombas, 1944], hicieron todo lo posible por acabar con los bombardeos.
Lindqvist hace notar que tanto las tácticas de Hitler como las de los ingleses estaban inspiradas en lo que antes se había hecho en las guerras coloniales. Hitler inició la Segunda Guerra Mundial con una ofensiva contra Polonia que nadie paró y que fue permitida por Stalin. Había que conquistar tierra.
-¿ Ha estado bajo un bombardeo?
Relata Michael Burleigh en El Tercer Reich: Una Nueva Historia:
-?Los grandes ataques aéreos fueron devastadores, dejaban a los supervivientes con conmoción cerebral, tosiendo y escupiendo, y a los muertos tan reducidos por el calor que se podían llevar los cadáveres en maletas. Las cuatro noches de la Operación Gomorra contra Hamburgo produjeron el equivalente a dos tercios de las bajas por bombardeos causadas en Inglaterra durante toda la guerra... Cuando cesaron los ataques habían muerto 45 mil personas y habían resultado heridas otras 36 mil. Habían perdido además sus hogares 900 mil...
Para 1945, con los aliados avanzando y los soviéticos a unos pasos de Berlín, la fuerza del mito de Hitler se había desvanecido. Ian Kershaw da cuenta de una ceremonia que tuvo lugar el 11 de marzo de 1945 en los Alpes Bávaros citada en un informe gubernamental:
Cuando al final de su discurso conmemorativo el jefe de la unidad de la Wehrmacht le pidió al público un ?Sieg Heil? por el führer, nadie lo secundó: ni los miembros presentes de la Wehrmacht, ni el Volkssturm, ni los miembros de la población civil que asistían como espectadores. Este silencio de las masas tuvo un efecto deprimente, y probablemente refleja mejor que cualquier otra cosa las actitudes de la población?.
El mito de Hitler siguió presente después de la guerra. En 1967 una encuesta mostraba que el 32 por ciento de los alemanes seguía creyendo que Hitler había sido un gran estadista. Los muestreos sistemáticos realizados entre los votantes de Alemania Occidental en los años 1979 y 1980 indican que el 13 por ciento de éstos tenía una fuerte ?conmovisión? de extrema derecha, y que el 14 por ciento respondía positivamente a la afirmación de que ?deberíamos volver a tener un líder que gobierne a Alemania con mano de hierro por el bien de todos?.