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Norte y Sur / LA FRASE TRIUNFAL

Salvador Barros

¡Qué importa más, el origen o el efecto de las palabras? ¿No es más dueño de una frase quien la repite con sinceridad que quien la concibe con ingenio? Me llama la atención sobre una interrogante aún más difícil: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?

Entre las limitaciones culturales del género masculino se cuenta su incapacidad para dar con estupendas frases amorosas. Cada tanto, las mujeres comprueban que el hombre que aman puede decir muchos elogios del Kikín Fonseca o algún otro delantero, pero es incapaz de mejorar la vida conyugal a base de palabras. La poesía de los trovadores cátaros, los torneos medievales, el bolero y las serenatas surgieron para subsanar esta evidente carencia masculina. Hasta donde sé, aún no hay un sitio en Internet dedicado a aliviar a los varones de sus apuros lingüísticos. Urge un método moderno para nivelar la conversación de las parejas. En cualquier arenero del mundo, una niña de tres años habla mejor que el niño colgado de cabeza de un tubo, y las cosas cambian poco a partir de ese momento.

¿Qué milagro hace que las mujeres sepan lo que tienen que decir mientras el hombre comprueba que recuerda las escalas de la ruta de Hidalgo, pero no puede servirse de su destreza mental para expresar sentimientos convincentes? Además, cuando por fin dice alguna frase reveladora, el cortejo suele desembocar en un malentendido. ¿De veras crees que soy así?, pregunta ella. Sus raros piropos la han llevado a una estratosfera emocional donde es normal poner ojos de astronauta. En forma elocuente, Raymond Carver tituló a uno de sus libros ¿De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Amor?

Este prolegómeno sirve para llegar a una historia de la que acabo de ser testigo y cuyos protagonistas, emblemáticos representantes de una época donde el amor no siempre pasa por acuerdos verbales, llamaré Ramón y Marita.

Eran las 11:30 de la noche cuando Ramón llegó a mi casa con el semblante descompuesto. Había discutido con su esposa y la culpa era mía. Como ya otras veces me ha responsabilizado de beber lo que bebe o comprar lo que compra, no me sentí culpable.

Todo empezó porque Marita dijo que a la cantante Janis Joplin no le daría ni agua. Las cosas por las que puede disputar una pareja son increíbles, pero yo no estaba preparado para ésta. Marita estaba preocupada por lo pernicioso que sería que Janis reviviera para visitarlos en su casa, pero sobre todo por la reacción que tendría Ramón, incorregible fan de esa mujer perturbada y olvidadizo padre de familia. Hay genios que dan mal ejemplo en la vida doméstica. Marita lo sentía, pero no le ofrecería nada a la bruja cósmica del rock, aunque estuviera a punto de volverse a morir de sed. También a ella le encanta oír a Janis, pero tenía presente la edad de su hijo Andrés (catorce años, muy pocos para conocer personalmente a Janis). Había que tener prioridades. Esto fue lo que dijo en el antecomedor.

Luego Ramón me explicó por qué la culpa era mía. Alguna vez comenté que si a Enrique Vila-Matas la nerviosa Barcelona le parecía la madame Bovary de las ciudades, lugares tan dramáticos como Tijuana o el D.F. merecían ser las Janis Joplin de las ciudades. Una vez que te gusta una mujer complicada, las demás te parecen borrosas, agregué. Ramón le dijo a su mujer que seguían viviendo en el D.F. por lealtad al convulso temperamento de Janis Joplin. Discutieron hasta que nada tuvo que ver con nada y él acabó durmiendo en mi casa.

AMOR Y KARATE

Hay mujeres que asumen su depresión comiendo una cubeta de helado y hombres que asumen su depresión viendo películas de karatecas. En su segundo día en la casa, Ramón rentó cinco o seis videos que parecían uno solo. Cuando le pregunté de qué trataban no pudo decirme. Veía los golpes como un fenómeno atmosférico, sumido en la tragedia de extrañar tanto a Marita. -Háblale, le aconsejé. ¿Y qué le digo? Con simplismo psicológico le dije que podía reconciliarse con ella sin tener que hablar mal de Janis Joplin. Ése no es el punto, comentó Ramón: va a querer que le diga cómo la quiero. Habíamos llegado al eterno conflicto de la especie. ¿Puede el hombre que ama decir de qué modo ama?- Ayúdame, Ramón me miró como un mártir del cristianismo: eres escritor. Esta frase me recordó que no le había cambiado el agua a la pecera.

Tres horas más tarde, mi amigo llegó corriendo a la cocina donde yo preparaba un sándwich complicado para posponer nuestro reencuentro. Los ojos le brillaban, había hablado con Marita, pudo decir la frase: ella lo quería. ¿Había algo más absurdo que dos personas que se necesitaban tanto discutieran por lo que harían si una muerta llegaba a su casa con mucha sed? Ramón me abrazó como no lo hacía desde que lo perdoné por rayarme un incunable de tango. Entonces le pregunté cuál era la frase. No quiso decirme: Funcionó. Es lo que cuenta.

Mi esposa se enteró de la frase quince minutos después. Marita habló para decírsela, orgullosa de la repentina apertura emocional de su marido. La frase era: puedo luchar con todo, pero no contra tus ojos.

Ramón y Marita celebraron la reconciliación con un fin de semana en Ixtapa. Mi amigo sólo cometió un error al recorrer el camino de los sentimientos: olvidó regresar los videos de karatecas.

Durante varias horas del sábado escuché a la distancia ruidos que servían para destrozar coches y personas en Hong Kong. De pronto, mi esposa me pidió que fuera a ver algo. Rebobinó un video y un chino musculoso dijo en la pantalla: Puedo luchar con todo, pero no contra tus ojos. Se dirigía a su gurú, un ciego que sin embargo percibía el entorno con gran capacidad kung-fu. ¡Ramón dijo una frase de karate!, fue el asombrado comentario de: traté de decir otra frase kung-fu, algo así como: El silencio es la alianza de los guerreros. Mi esposa me vio con ojos que significaban: ¿Me estás pidiendo que mienta? Supe cuál sería la primera frase que le diría a Marita.

Dos días después de su regreso, Ramón tenía un moretón en el pómulo. No hablamos de eso, pero era fácil adivinar la causa: Marita esperaba un mensaje genuino, no algo copiado de un karateca. Y, sin embargo, Ramón nunca fue tan auténtico como cuando se sumió en todas esas peleas ajenas, sin entender nada de la trama, hasta que una frase lo devolvió a sí mismo y a lo mucho que quería a Marita. ¿Qué importa más, el origen o el efecto de las palabras? ¿No es más dueño de una frase quien la repite con sinceridad que quien la concibe con ingenio? ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Por suerte, Marita ya volvió a perdonar a Ramón. No quiero saber lo que él le dijo.

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