LA MISTERIOSA LLAMA DE LA REINA LOANA
Por Umberto Eco-(
La amnesia como artificio es un caudal precioso para la literatura. La duda y el desconcierto, la ausencia de todo terreno firme, que promueve permiten que una narración explore el mundo circundante con la inocencia del que lo observa por primera vez. También habilita a enfrentar el horror vacui de la página en blanco con una confianza adicional: la de que el mundo es nebuloso -la imagen es frecuente en La Misteriosa Llama de la Reina Loana, quinta novela de Umberto Eco y acaso la más personal de las que escribió hasta hoy- y de que ante todo estamos tramados de esa materia frágil y aérea que son las palabras.
El sesentón Giambattista Bodoni, para los íntimos Yambo (no son casuales el apellido tipográfico ni el apodo que alude a la poesía grecolatina en esta novela levantada sobre la base de permanentes referencias culturales) es dado de alta del hospital después de un ataque cerebral que borró todo rastro de memoria personal, pero dejó intacta su memoria ?semántica?, lo que le permite recordar, por ejemplo, vida y obra de Napoleón pero nada de sus propias circunstancias. Su reinserción en el mundo cotidiano, contra lo que aseguraron los médicos, no colabora para devolverle lo perdido. Ni su familia (su mujer Paola, sus hijas, los nietos), ni un oficio en el que se siente ajeno, (anticuario de libros), ni la sospecha de haber tenido antes de su ataque una relación amorosa con Sibilla, su ayudante, parecen ser catalizar ninguna emoción reparadora.
Alentado por su esposa, entonces, Yambo parte hacia la campiña, al caserón familiar de Solara, con la esperanza de que una estancia en el lugar en que transcurrió la infancia y buena parte de la adolescencia, en tiempos del fascismo y de la Segunda Guerra Mundial, produzca un milagroso cimbronazo que active la memoria. Allí, en el desván de su abuelo, se encontrará con un tesoro inesperado en forma de libros, revistas, discos.
Novela ilustrada -así se subtitula-, La Misteriosa Llama de la Reina Loana toma su título de una historieta homónima donde aparece una monarca africana que conserva su poder gracias a un fuego fatuo, dador de larga vida o incluso de inmortalidad. La portada de esa historieta es una de las tantas exquisitas reproducciones que siembran las páginas de esta ficción. Ediciones populares de Flash Gordon o Fantomas, de Rocambole, Verne o Salgari, se codean con otras, de revistas italianas como el Giornale illustrato dei viaggi o Vogue, afiches de películas, tapas de discos (con la respectiva trascripción de letras de canciones populares o de cánticos fascistas) o incluso objetos. Toda esta arqueología semiótica, esta reeducación sentimental que emprende Bodoni, da pie para un homenaje a la infancia y a la adolescencia, pero también para que, de manera oblicua, surja un mundo pasado y, al mismo tiempo, para que Eco retome, por otros medios, su tarea de ensayista en el campo de la cultura de masas y de la ciencia de los signos.
Afectado por su desmemoria, Bodoni puede intuirse a sí mismo, pero nunca llega a conocerse. El pasado se levanta, fragmentario, como un fresco impersonal y colectivo.
La Misteriosa Llama de la Reina Loana guarda, en su tercera y última parte, una vuelta de tuerca que le da un impulso argumental necesario. El protagonista, después de hallar un imposible incunable de Shakespeare, vuelve a caer en el coma, y, ya instalado en esa nebulosa, vuelve a recuperar la memoria. Los descubrimientos hechos en los últimos días pasados en Solara reactivarán también los motores de la trama en ese territorio deleznable y precario que es la simple conciencia. Aunque los recuerdos ?se arremolinen a su alrededor como murciélagos?, será el momento de descubrir qué aventura real evocaba un nombre como el de Vallone, por qué su abuelo había tapiado un cuarto que daba al desván, quién era aquel partisano olvidado, hasta dónde caló en él la educación religiosa y quién era Lila, ese eterno femenino signado por el fantasma de la reina Loana y las últimas escenas del Cyrano de Bergerac. Las ilustraciones de las páginas previas se transforman aquí en psicodélicos collages creados por el propio autor.
A pesar de las muchas alusiones que empastan la lectura -en particular, algunas recurrentes referencias culturales que carecen de poder de evocación para un lector extranjero-, Eco vuelve a demostrar su innegable capacidad para mestizar la alta cultura y la popular, sin evitar riesgos, pero, al mismo tiempo, sin perder la senda que lo acerque a un vasto espectro de lectores. También vuelve a exhibir su astucia para asimilar nuevas tendencias; en este caso, la influencia de W. G. Sebald. Pero si el autor de Los Anillos de Saturno utilizaba fotos, no ilustraciones gráficas, y sus textos estaban atravesados por una desesperada melancolía, la novela de Eco, mediterráneo al fin, abreva en otra fuente: la nostalgia irónica de la tragicomedia. A la angustiosa encrucijada de la entropía y la disolución que aguarda a todo individuo, Eco responde con carcajadas en sordina, seguro de que somos aquello que leímos y que de algún modo nos liga para siempre, en un círculo perfecto, con el comienzo y, por tanto, con la eternidad.