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Norte y Sur / LAS JOYAS DE JOHN CHEEVER

Salvador Barros

(Calificado como ?el Chejov de los suburbios?, el gran autor estadounidense vuelve a nuestras librerías con Relatos (Emecé), contundente antología que recoge sus cuentos más celebrados. Casi mil páginas con el lado oscuro y contradictorio y amargo del sueño americano).

El universo de John Cheever parece poblado de personajes con dinero, muchos amigos y familias estrechamente unidas. Se trata sin embargo de una ilusión. Las sonrisas de los Graham, Hammer o Adams se acaban muy rápido, dejando al descubierto unas marcas de preocupación y amargura alrededor de los labios. Todos esconden algún secreto: Irene se hizo un aborto antes de casarse, Trender se enamora de la esposa de su vecino, Johnny le roba dinero a un amigo, Bascomb es asaltado por escenas lujuriosas, Renée se siente deprimida salvo cuando bebe.

Es difícil encontrar una refutación de las lecciones de moralidad barata más contundente que estos Relatos de Cheever. Como en la vida, aquí todo está teñido de luces y sombras. El éxito profesional o el matrimonio bien constituido apenas alcanzan a disimular el abismo que hay entre las fantasías y el mundo práctico. Publicados originalmente en 1978, Relatos... obtuvo el Premio Pulitzer y el National Book Critics Circle, pero sobre todo consolidó a Cheever como el gran narrador de la clase media norteamericana, de todos esos hombres y mujeres que atenuaban sus inquietudes emocionales con buenas dosis de alcohol y tranquilizantes.

Elogiado por Capote y Nabokov (¡qué pocos autores pueden decir eso!), Cheever se alzó como la versión blanca, anglosajona y cristiana del judío-canadiense Saul Bellow. Malcolm Cowley, su editor, destacó que en sus textos confluían las frases simples y directas de Hemingway, la preocupación por una clase social a lo Fitzgerald y los aspectos bíblicos de Faulkner. A Cheever los elogios lo traían sin cuidado. Cuando le preguntaron si deseaba reunir los cuentos que venía publicando desde la década del cuarenta, se encogió de hombros y preguntó: ?¿quién va a comprar un libro cuyas páginas ya leyó en una revista??. La respuesta da una medida del carácter de un escritor que mostraba escaso apego a su obra. ?Casi nunca leo mis libros. Es como pasar grabaciones de la propia conversación o como mirar por encima del hombro para ver cuánto corrió uno?, confesó a la Paris Review. ?Por eso he utilizado con frecuencia la imagen del nadador, el corredor, el saltador. La clave es concluir algo y pasar a lo que sigue?.

CUENTISTA PURASANGRE

Nacido en Massachusetts en 1912, a los 17 años fue expulsado de la Thayer Academy por impuntualidad, indisciplina y malas calificaciones. La experiencia fue el motor para escribir su primer cuento, Expelled, (Expulsado) que deslumbró por su honestidad: ?En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan y se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor y se la pasa mirando al cielo raso para no ver la suciedad del piso. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor. Pero no diré más. No estoy en situación de hablar?.

Cheever nunca más volvió a estudiar. Manejó un camión que repartía diarios y estuvo un tiempo en el ejército. A los 22 años, instalado en un escuálido cuarto de Hudson Street, empezó a escribir sinopsis para la Metror e inició una fructífera relación con The New Yorker, el semanario que publicaría casi todos sus cuentos. El autor de Sólo Una Vez Más, Tiempo de Divorcio y El Mundo de las Manzanas decía que con ese dinero podía ?alimentar a su familia y comprar un traje nuevo cada dos años?. Acérrimo defensor del relato breve, afirmó que ?en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela?.

Con todo, a partir de los cincuenta empezó a combinar las narraciones breves con las novelas. La Familia Wapshot (1957), Bullet Park (1969) y Falconer (1977) constituyen para Rodrigo Fresán una odisea mística. La primera novela relata el exilio del paraíso (de la familia); la segunda, el purgatorio (vivir en un condominio); y la tercera, el infierno (el protagonista es condenado a prisión). El ciclo se cierra con Esto Parece el Paraíso (1982), publicada meses después de la muerte del autor. ?John Cheever fue expulsado y gran parte de su obra trata de la imposibilidad de volver a un paraíso que jamás se conoció, pero que se intuye como posible o, por lo menos, digno de ser imaginado y puesto por escrito una y otra vez?, comenta Fresán en el prólogo de La Geometría del Amor.

Tras la publicación de sus Diarios se comprobó que sus ficciones eran el refinado disfraz de un hombre atormentado por el alcohol, la inestabilidad de los afectos y la falta de constancia para cumplir las promesas hechas a su esposa e hijos. ?Decencia, valor, resolución, todos estos términos tienen belleza y sentido?, escribió en una de las entradas de 1960; aunque luego confiesa la tensión que le provoca mantenerse fiel a su mujer: ?¿Por qué habría de perder las vastas delicias del amor a cambio de un encuentro casual en la ducha? Creo que comparto este dilema con la mayor parte de la Humanidad?. Cuando sale de la clínica de rehabilitación para alcohólicos sintetiza la catástrofe afectiva con la maestría del cuentista: ?En busca del beso de buenas noches, la única piel que encuentro es la de un codo?. En el prólogo de sus Diarios, su hijo Benjamín acierta medio a medio al comentar la personalidad contradictoria de su padre: ?Un espíritu simple diría que la esencia de su problema era la bisexualidad. No es así. Tampoco lo era el alcoholismo. Asumió su bisexualidad. Dejó la bebida. Pero la vida seguía siendo un problema?.

LA ILUSIÓN DEL REFUGIO FAMILIAR

Toda la narrativa de Cheever podría formularse en unas cuantas preguntas que desbaratan la ilusión del refugio familiar. ¿Qué sucedió con ese muchacho que quería a sus padres, se casó por la iglesia, triunfó en los negocios, tuvo hijos hermosos y disfrutaba de la sensualidad de su esposa? ¿Cuándo apareció ese falso optimismo? ¿Qué ocurrió para que terminara como un borracho?

Detectar la grieta al interior del hogar, o al menos arrojar una luz sobre ella, parece ser el objetivo de sus cuentos. En El Camión de Mudanzas Escarlata, Charlie recibe la llamada desesperada de su amigo Ge-Ge cuando está tocando a Vivaldi con sus hijos. Él sabe que Ge-Ge es alcohólico, que está abandonado en su casa y que su vida corre peligro, pero al ver el rostro cálido de sus pequeños corta el auricular sin emitir palabra. La culpa, sin embargo, lo impulsa a beber todos los días. Deja de ir a la iglesia, trata mal a su esposa, pierde su empleo y, finalmente, debe mudarse a otro sector. Es expulsado del refugio urbano, el condominio, esa prolongación arquitectónica del refugio familiar.

Algo similar le ocurre al protagonista de El Nadador, quien decide irse nadando de la casa de unos amigos hasta la suya. Con los pies en el agua y una copa de ginebra en la mano, le parece ver una línea de piscinas apenas interrumpidas por los jardines, de tal modo que en su imaginación se configura un verdadero río. Va de casa en casa, zambulléndose y bebiendo tragos por cortesía de sus vecinos. Debe enfrentar las burlas de los automovilistas, el frío después que se desata una tormenta, el molesto olor a cloro de una piscina pública y la indiferencia de una ex amante. De pronto, una vecina le dice que siente mucho que las cosas se le hayan puesto difíciles. Es la única señal de conflicto en todo el cuento, hasta que se da cuenta que su mujer y sus hijas no han llegado a casa. ?La puerta también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no había vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía?. El cuento, misterioso y sugerente como pocos, se ha convertido en un clásico de Cheever. Una de esas piezas que superan el realismo, igual que la mujer obsesionada con escuchar las discusiones de sus vecinos (La Monstruosa Radio) y el divorciado (La Cura) que cree que la solución a sus alucinaciones está en el tobillo de una mujer...: "...caminé junto a ella, y una voz repetía dentro de mi cabeza sin cesar: Por favor, déjeme poner la mano en torno a su tobillo. Me salvará la vida. Sólo quiero rodearle el tobillo con la mano. Con mucho gusto se lo pagaré. Saqué mi cartera y de ella unos billetes. Entonces oí que alguien, detrás de mí, me llamaba por mi nombre. Reconocí la voz campechana de un representante de publicidad que entra y sale de nuestra oficina. Me guardé la cartera en el bolsillo, cruce la calle y traté de perderme en el gentío?.

Los cuentos de Cheever suelen terminar como empezaron. Después de explorar la grieta del hogar, el narrador agarra la brocha y disimula las fisuras con una mano de pintura. Un párrafo que restablece el orden o, mejor, devuelve a los personajes al utópico refugio familiar. El protagonista de El Tren de las Cinco Cuarenta y Ocho regresa a su casa después de cumplir la penitencia establecida por su ex amante, así como El Ladrón de Shady Hill encuentra trabajo después de arrepentirse de sus robos. Lo llamativo es la honestidad con que Cheever explora en los escondrijos del deseo. El crítico Richard Schickel en The Cheever Chronicle ha destacado que en sus relatos ?va desapareciendo la ironía para acabar imponiéndose la posibilidad cierta de perdón a nuestros pecados y la convicción de que nuestras pérdidas no implican necesariamente que estemos perdidos?.

En esa humanidad radica buena parte de la universalidad de Cheever. Sus personajes están lejos de la consecuencia, pero Cheever sabía que él no era mucho mejor que ellos. Son los claroscuros los que los vuelven reconocibles. Demasiado normales, dicen unos. Demasiado tristes, agregan otros. Pero por suerte, cuentan con un narrador compasivo.

En la portada del primer volumen de Relatos aparece un pájaro con la jaula abierta. El segundo volumen es ilustrado por una maleta. Son las señas de la fugacidad de Cheever, el narrador, el corredor, el saltador. Sus lectores no se cansan de seguirlo. Saben que hay personas cuya fuerza es tan abundante que se desborda en todas direcciones.

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