(De extrema derecha o de extrema izquierda, los intelectuales del siglo XX han luchado por un mundo en el que la inmunda política no es ni posible ni necesaria. Shakespeare, en cambio, sabe que el conflicto, el pacto, la traición o la democracia permiten que la historia continúe, que haya otra obra después de ésta, otra paz cuando Hamlet, Gertrude y Claudio mueren.)
Por razones estéticas estoy leyendo todas las comedias de Shakespeare que pueda. Las empiezo con temor reverencial, pero luego me siento atosigado por los personajes secundarios, mareado por la elocuencia de todos y cada uno de los actores, perdidos e impacientes en medio de las tramas paralelas que parecen no ir a ninguna parte. Estoy a mitad del primer acto a punto de cerrar el libro, y dejar que se resuelvan sin mis ojos y mi asombro los chistes isabelinos, dejando a su albedrío el exceso de notas a pie de página con que los editores intentan encauzar una lectura que, de por sí, siempre se desborda y se lleva las casas y puentes a su alrededor.
Luego, el encanto de dos o tres personajes me guía hasta el final y asombrado -como generaciones de lectores y pedantes antes de mí- termino pensando que acabo de leer lo mejor que se puede leer en esta vida y la otra. Hasta que otra obra de Shakespeare logra nuevamente subir la vara.
De una obra y otra se repiten bufones, gemelos que se reencuentran, travestis de todo tipo, príncipes y reyes caprichosos. Una y otra vez el amor y el romance se entremezclan con asuntos de Estado. Una vez las reglas del amor se confunden con un torneo cortesano, donde más que la pureza de los sentimientos está en juego el valor, la astucia y la entereza del futuro gobernante. No es sólo un asunto de trama, la manera de mirar a los personajes de Shakespeare -con sus dobles, y vueltas de carnero, con su cinismo delirante- es ante todo y, sobre todo, política.
El mismo amor contrariado de Romeo y Julieta es menos un asunto sentimental que un episodio más de la guerra entre dos partidos contrarios que quieren hacerse con la supremacía de Verona y su mercado. Ni qué hablar de todo el discurso sobre la justicia y la ley que subyace en esa comedia que hace temblar que es Medida Sobre Medida. Los matrimonios múltiples con que acaban Como les Guste, El Mercader de Venecia o Noche de Reyes son otras tantas alianzas entre ducados, reinados y fortunas.
El teatro de Shakespeare es ante todo político, aunque es prácticamente imposible saber cuáles eran las opiniones políticas de su autor. Se puede extraer de ellos una mezcla de sentido común, de escepticismo radical y de súbita ingenuidad. Marx, Churchill o Mussolini pensaban ser dignos herederos de un ideario shakespeariano, sin equivocarse ninguno del todo. Radicalmente conservador casi siempre, y radicalmente revolucionario a veces, pocas dudas cabe de que las opiniones del dramaturgo Shakespeare eran las de su público. Un público que venía de disfrutar en el mismo escenario en que Puck revoloteaba, una pelea de osos furiosos.
La opinión pública de entonces, sedienta de ver representados una y otra vez el drama del poder y la impotencia, las reglas del juego y sus límites, debió parecerse a la de hoy. Volátil, defraudada, impaciente, confundida, rabiosa, amante del fuego de artificio, sentimental y despiadada. El público de Shakespeare quería ver a los poderosos sudar, llorar y explicarse, como el público de hoy quiere ver a los de la farándula dando explicaciones, casándose, separándose y yendo a la cárcel por ser demasiado ricos. El Teatro Isabelino debía cumplir el triste rol que cumplen hoy por hoy los tabloides ingleses. Con el añadido de que debían también maravillar al lector de Times, o al que detesta la actualidad y los diarios.
El teatro de entonces, como el periodismo de hoy, era un trabajo en público para un público. El tema de éstas no podía ser otro que la vida pública -único que tenían en común príncipes y mendigos-, que la tragedia de una multitud que se encarna en hombres solos siempre rodeados de pajes y espías. La inmensa vulgaridad y cultura, la enorme sofisticación y brutalidad del bardo, es la de sus oyentes, actores, colegas, mecenas, amantes y socios. El hecho de que a través de ese ruido y de esas indicaciones el poeta inglés lograra escribir obras altamente personales e inconfundibles es la esencia de su genio. Ese genio que tuvo que inventar una y otra vez géneros mixtos y obras monstruosas para hablar por todos y seguir hablando él. Para salir a la calle y hablar desde la calle, pero imponer en ella el silencio y la atención que sólo una confesión puede lograr.
Nos cuesta entender tanto esta alquimia, que nos desvivimos por encontrar en Shakespeare varios autores. Y es que realmente Shakespeare era mucha gente, como hoy Martín Scorsese (el director de cine norteamericano) es también la montajista y el guionista y Robert De Niro y Nueva York, sin dejar de ser él.
El escritor de hoy, y de anteayer, se ufana de su desconocimiento de la política. Flaubert sentía por ella, y por toda manifestación de vida pública, verdadero asco, el mismo que sentía Henry James. La tradición castrada del realismo flaubertiano confunde la política con la adhesión a alguna noble causa, siempre liderada por una inmunda crápula. De extrema derecha o de extrema izquierda, los intelectuales del siglo XX han luchado por un mundo en el que la inmunda política - es decir, el conflicto, el pacto, la traición o la democracia- no es ya ni posible ni necesaria, sea a través del mercado, el fascismo, la teocracia, o el comunismo. Shakespeare, con todo su galopante pesimismo, celebra de obra en obra la política y lo político.
No cree que vivamos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco cree que haya un mundo mejor que éste. Generalmente sólo la muerte de sus héroes logra devolver el equilibrio y la justicia al reino. No se hace ilusiones sobre la democracia, el feudalismo o la monarquía, pero sabe, por olfato comercial y económico, que sólo la política permite que la historia continúe, que haya otra obra después de ésta, que haya otro día, y otra paz nueva y mejor cuando Hamlet, Gertrude y Claudio mueren. Ese tipo de esperanza en medio de nuestros salvadores canallas -muy shakespearianos ellos- Bush, Chávez o Bin Laden, no deja de ser la mayor de las esperanzas posibles.