DEL PLACER A LA DESTRUCCIÓN. CRUCERO DE VERANO DE TRUMAN CAPOTE
Alan U. Schwartz, abogado y albacea literario de Truman Capote, narra en el epílogo de Crucero de Verano las vicisitudes un tanto bizantinas que condujeron a la recuperación de esta novela primeriza que se creía perdida para siempre. El propio Capote, en más de una ocasión, se refirió a ella como un episodio clausurado e irrecuperable de su juventud. Así, por ejemplo, en carta a Mary Louise Aswell, editora de Harper?s Bazaar, fechada en junio de 1953: "En cuanto a Summer Crossing, la destruí hace tiempo; de todos modos, tampoco estaba acabada". Pero Capote nunca llegó a deshacerse de aquel manuscrito; y ocasiones, sin duda, no debieron de faltarle, pues por aquellos años vivió a salto de mata, casi siempre alejado de los Estados Unidos, en un periplo europeo por lugares tan diversos como Taormina, París, Tánger o Palamós. En cada una de sus mudanzas, entre el revuelo del equipaje, podemos imaginar a Capote tentado de desprenderse del manuscrito de aquella novelita que le había salido, según propias palabras, "escuálida, cerebral y sin sentimientos". Lo cierto, sin embargo, es que nunca lo hizo. En 1966, tras el éxito arrasador de "A sangre fría", el escritor abandonó el modesto sótano de una casa de Brooklyn Heights para trasladarse a una vivienda más rumbosa y encomendó al portero que arrojara al camión de la basura todas las pertenencias que había dejado abandonadas en el sótano. Entre dichas pertenencias se contaba una caja con fotografías, cartas y manuscritos anotados de obras tempranas ya editadas, así como este "Crucero de verano". Casi cuarenta años después, un heredero de aquel portero encomendó a Sotheby´s la subasta del material. Schwartz logró disuadir a los posibles licitadores, advirtiéndoles que en ningún caso podrían publicar los documentos contenidos en la caja de marras; a falta de otras pujas, la Biblioteca Pública de Nueva York se hizo con el lote. Schwartz emplea casi la mitad de su epílogo para aliviar su conciencia, detallando los escrúpulos morales que hubo de vencer antes de entregar a la prensa el libro que Capote había preferido mantener inédito. La nouvelle, concebida cuando el autor no había alcanzado la veintena, pero en gran parte redactada (como nos revelan sus cartas) tras la publicación de "Otras voces, otros ámbitos", aproximadamente entre 1948 y 1950, no es tan sólo una pieza de prosa bisoña. La protagonista de la obra, Grady McNeil, una muchacha de alta posición social, algo alocada o inconsciente -una precursora en cierto modo de la Holly Golightly de "Desayuno en Tiffany´s-, logra desligarse de su familia, que se dispone a emprender un crucero por Europa, para pasar el verano en Nueva York, a solas con Clyde Manzer, un joven de extracción mucho más humilde, veterano de guerra y vigilante en un garaje. "Crucero de verano", que empieza celebrando el esplendor de los cuerpos y la inconsciencia risueña de dos jóvenes entregados a su pasión clandestina, deviene, mediante un giro algo brusco y embarullado, una "puesta en abismo" sórdida y autodestructiva. Hasta ese momento, la narración se muestra muy tributaria de Henry James, tanto en el fraseo moroso y cincelado (muy alejado de esa calculada gracilidad que con el tiempo adquiriría la escritura de Capote) como en la configuración del conflicto: a fin de cuentas, Clyde es, como tantas criaturas jamesianas, un advenedizo que trata de infiltrarse en una clase social que no le pertenece. "Crucero de verano" hubiese funcionado magníficamente de haber conservado esa temperatura vagamente idílica, aunque infectada de malos augurios, que enaltece su primera parte. Al prolongar la narración y anubarrarla con pinceladas turbias, Capote la hace más explícita, menos misteriosa también, y por lo tanto fallida. Pero nos estamos refiriendo, claro está, a los fallos de un escritor genial que siempre conservan las chispas de su genio, las pavesas de un fuego que nunca declina. La lectura de "Crucero...".. podría complementarse con Un placer fugaz, la compilación epistolar de Capote, ya aparecida en España, que realizó el que seguramente es su más conspicuo estudioso, Gerald Clarke. Esa antología ofrece al lector la posibilidad de asomarse a la intimidad "crepitante y cálida como una hoguera" de ese escritor al que Dios bendijo con un don único, tal vez extraterrestre, y también entregó un látigo para que se fustigara. Antes que el narrador mordaz y malévolo, disipado y frívolo, que la leyenda ha querido construir en torno a Capote, quien comparece en estas cartas es más bien un hombre deseoso de amar y ser amado (sorprenden las ternezas y carantoñas, despojadas de connotación erótica, que dirige a sus corresponsales), extraordinariamente dedicado a su trabajo (en esas páginas queda demostrado que Capote no era un escritor de pluma suelta, sino más bien un paciente orfebre que tallaba cada página con desvelada dedicación) y, desde luego, mucho más fiel a sus amigos de lo que a priori pudiéramos sospechar, también a sus amantes. No faltan páginas de afilado ingenio, de felino sarcasmo, de efervescencia lúdica, pero predomina en ellas el tono hondamente afectuoso propio de las efusiones confidenciales. En la época de escritura de !Crucero..., a Capote -según parece revelar ese epistolario- sólo le importaban dos cosas en la vida: los amigos y la literatura. Ambas las tiró por la borda cuando el éxito arrasador de A Sangre Fría lo volvió omnipotente, tan omnipotente como para entregarse, con voluptuosidad y rabia, en brazos de la destrucción.