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Nostalgia

Adela Celorio

Empaquen sus medicinas y vámonos de esta ciudad histérica antes de que se nos contagie la rabia. Vámonos a cargar oxígeno en otra parte porque lo que es aquí no se puede respirar- gritó Boruca en el teléfono.

-¡Conmigo no cuenten! Prefiero sufrir a pelo las fregaderas de Masquenadie, que pasarme un fin de semana con tres locas furiosas- le respondió el Querubín sin tener que pensarlo.

Y así como lo dijo lo hizo. Y no es que no disfrute de la compañía de tan entrañables amigas, sino que a él, lo que le gusta es negrearse solito. Llegar a su negocio el primero y salir el último, vivir apachurrado entre sus clientes que pagan mal y tarde, y sus proveedores que le cobran por adelantado. Sufrir con las dificultades de los camiones de reparto que además de frecuentes asaltos a mano armada, ahora a falta de calles y avenidas, como ratas atrapadas tienen que buscar atajos y alcantarillas para entregar la mercancía.

Y es que mi Querubín es un niño muy antiguo, quien formado en las duras de la escasez y el esfuerzo de unos padres emigrantes; nada sabe de las maduras y no comparte conmigo el discreto encanto de pensar en las musarañas.

Sus ojos claros y apacibles como agüitas, su piel blanquísima, sin un pelo de tonto y ni siquiera de listo, con la cabeza desnuda gratinándose al fuego lento del sol azteca; mi Querubín, entre más trabaja más se endeuda; pero sin perder la serenidad afirma -mañana todo va a estar bien- y con su aire impasible, más que un comerciante endeudado parece un turista rico jugando en un campo de golf.

-¡Váyanse y pásenla bien, pero procuren no hablar de política porque el viaje puede convertirse en una pesadilla.

¡No se hable más! Dijeron mis amigotas y nos venimos a Acapulco donde entre chapuzones y medicamentos, andamos tropezándonos con los recuerdos.

Pero si fue ayer apenas, cuando llenas de culpa por abandonar a los chiquillos al descuido de sus padres, nos las arreglábamos para darnos una escapadita.

Tres o cuatro días a casa de alguna amiga, sólo para liberarnos un poco, sólo para hablar de nuestras cosas, sólo para sentir que éramos algo más que madres y esposas; aunque no estaba claro en qué consistía ese algo más.

Sólo unos días para recuperar nuestra infancia sepultada entre pañales y biberones. -¡Ya sé! juguemos a las estatuas de marfil- proponía yo entre un tequila y otro.

-¡No por favor! Si nos ven, los vecinos van a pensar que estamos locas- protestaba la anfitriona.

Fumar y beber como soldados rasos era socialmente correcto. Jugar como niñas era cosa de locas. Salir a medianoche instaurando la minifalda, mecernos al ritmo del ?Twist? y pasar la noche en el ?Tequila a Go-Go? bailando como enajenadas ?Rock, Rock, Rock; del angelito...? entre una vibrante concurrencia que estaba apenas legitimando el derecho de hacer desfiguros en público; eso si que estaba bien. ?Popotitos no es un primor, pero baila que da pavor...? era la reivindicación de las pierniflacas que treinta años después serían el paradigma de las anoréxicas Barbies.

Y ?Nosotros, que nos quisimos tanto, que del amor hicimos un sol maravilloso, romance tan divino...? acompañaba al ritmo de ?Cha cha chá? nuestros recuerdos prohibidos.

-¿Por qué no? ¿A ver, por qué no?- aleccionaba Boruca, y los romances se nos venían encima. Pero ni modo que sí, si una era decente y -¿qué te pasa niño, qué no ves que soy casada? -decíamos enseñando la argolla en el dedo. -¿Qué te pasa a ti chava? si nomás te estoy invitando una copa no te estoy pidiendo la mano-.

Y después de la disco, un piscolabis en la Vaca Negra, y regresar a pagar el viaje con muchas culpas. Pero... ¿y lo bailado quién nos lo quita? Por aquellos dorados años, López Portillo administraba nuestra riqueza sin que nadie se atreviera a objetar sus delirios ni los de ?la onceava musa? que se imaginaba ser su hermana Margarita, ni los de Doña Carmen, sólo superados por los de Doña Martha, ni los de Rosa Luz que aguantábamos enojados pero calladitos.

Han pasado muchos años y cada una de nosotras ha pagado con altas dosis de sufrimiento su libertad interior, su derecho al trabajo remunerado y a ser feliz aún sin el permiso de curas ni de jueces.

Finalmente, con Fox llegó la democracia -no es que él la haya inventado, es sólo que llegó en el momento en que la esperábamos y no hubo sorpresa alguna cuando por fin empezamos a ejercitarla. Pero como ya sabemos, nada es para siempre, y de momento, sin discoteca ni rock ni democracia, ante una situación inédita y amenazante, sólo nos queda la Virgencita de Guadalupe, las flores de Bach, la meditación y una buena dosis de ansiolíticos que nos ayuden a enfrentar el profundo bache existencial que tenemos por delante.

adelace2@prodigy.net.mx

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