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Notables divagaciones sobre el ser televidente/Los días, los hombres, las ideas

A Thomas Jefferson le falló… o bueno, no tanto, en vista de que no tenía manera de saberlo en 1776. Pero la verdad es que los derechos naturales del hombre no son, como lo planteó el virginiano en la Declaración de Independencia de (lo que luego serían) los Estados Unidos, “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. En primer lugar porque eso de “la búsqueda de la felicidad” es algo más ambiguo y etéreo que una promesa de candidato mexicano, y se presta a muchas proposiciones indecorosas. Y porque, si a hechos concretos nos vamos, los derechos básicos que la naturaleza le ha concedido al hombre son, en realidad: a la vida, la libertad y la televisión de paga.

La mía fue la primera generación mexicana (los nacidos en la segunda mitad de los cincuenta) expuesta de manera cotidiana a la televisión. Fuimos los primeros niños que hicimos de la “caja idiota” nuestra compañía, fuente de inspiración y transmisora de información sobre el mundo. No que hubiera muchas opciones: en La Laguna, durante años, hubo un solo canal, el Cuatro, que transmitía en blanco y negro, y empezaba sus emisiones por la tarde. El arranque de las mismas era un extraño dibujo en forma de cruz con fondo musical de elevador. En la programación que aparecía en el periódico, el tiempo que duraba el garabato se anunciaba como “Patrón y música selecta”. Siendo un crío hubo veces en que me senté frente al aparato esperando que apareciera el dueño de la televisora, al que suponía el patrón. Pero no: el dibujo ése era un patrón de ajuste, para que la gente le moviera a su receptor y no salieran “fantasmas” u otros fenómenos comunes en los televisores de aquellos entonces. Con eso está dicho todo lo referente a los alcances de la tecnología de esos tiempos heroicos.

Quizá por la novedad y la inocencia primigenia de lo recién nacido, la programación televisiva resultaba entonces enormemente disfrutable. Después de cada emisión de “Perdidos en el Espacio”, por ejemplo, en la primaria espulgábamos cada detalle, cada diálogo, cada puntada del robot alarmista. Nunca nos fijamos en que la escenografía era de notorio cartón, que la trama no tenía pies ni cabeza, que siempre aparecía el mismo actor invitado con distinto traje de hule (por razones sindicales, supongo), ni en algo que salta a la vista de inmediato cuando uno ve esa serie a estas alturas del partido: que el Dr. Smith era gay, y el verdadero peligro que enfrentó Will Robinson durante sus peripecias en la nave “Júpiter 2” era que lo sedujera el fanático de las crepes-suzettes.

Pero crecimos, y creció el medio. Y lo que antes era sorpresa y novedad se convirtió en tedio y mediocridad. El problema es que seguía sin haber muchas opciones: los canales a que se tenía acceso podían contarse con los dedos de una mano. Hasta que finalmente, allá a principios de los años ochenta, nos pusieron en bandeja de plata la solución a nuestros males, un paliativo para la horrorosa programación nacional: la televisión por cable, que permitía acceder a novedades como MTV (sí, mea culpa: llegué a ser asiduo de MTV sus primeros cinco años o por ahí), canales de puras películas y emisiones de las cadenas regulares americanas... que resultaban igual de detestables que las locales, pero al menos tenían uno que otro talk-show interesante. Ah, y uno podía asumir sin escrúpulos esa anomalía existencial que es el irle a los Cachorros de Chicago, dado que sus juegos eran transmitidos por un canal de la Ciudad de los Vientos que quién sabe cómo o por qué aparecía en la programación de Torreón. Claro, hay que aclarar que las peripecias de esa calamidad de equipo eran narradas por el inolvidable Harry Caray, quien generalmente ya andaba con medio estoque dentro para el desarrugue del séptimo inning, cuando cantaba “Take me out to the ball game” con entusiasta ebriedad. Ah, qué tiempos aquellos.

La cuestión es que, gracias al cable (y al satélite después) una porción del auditorio se malacostumbró a tener docenas de opciones, con canales temáticos, de películas y exclusivamente deportivos (¡La Champions en vivo! El segundo tiempo del Chelsea-Barcelona valió más que todo el maldito torneo mexicano actual). De manera tal que la televisión abierta se convirtió en algo extraño, que si acaso es sintonizada para ver algún partido que valga la pena (casi nunca) o cuando se anuncia el enésimo video- o audio-escándalo de nuestra inepta, parasitaria, corrupta clase política. De esa forma se libra uno: de ver tontería y media, de cómo hay quienes se degradan públicamente en un ridículo espectáculo para mirones, y de la propaganda de los cínicos que nos pretenden gobernar. Dios bendiga a la televisión de paga.

Que, como todo, tiene sus asegunes. Y sobre eso quería comentarles… dado que satirizar a Mario Marín, el execrable gobernador de Puebla, ya se volvió deporte nacional y no quiero ser redundante.

Hay un problema inherente a la televisión: que por naturaleza las series dramáticas (o de cualquier tipo) pasan en un día y hora determinados. Y si se quiere seguir la serie, resulta imperativo estar sentado frente al televisor ese día a esa hora. Y no siempre es posible, como lo sabe todo padre de familia, cuyas criaturas suelen enfermarse de las dolencias más extrañas en los momentos menos oportunos. De manera tal que el tratar de seguirle el hilo a una serie que se está emitiendo en su temporada real (no en repetición) puede constituir un calvario.

Para tal problema existen dos soluciones: la técnica y la budista.

La solución técnica consiste en programar la videocasetera para que grabe la serie de marras. La cuestión es que siempre existen diversos avatares, que van desde equivocarse en la fecha hasta poner un caset con cinta mordida, si no es que se le olvidó picarle al botón que dejaría todo listo... o se va la electricidad que tan pésimamente distribuye la muy nacionalista y soberana CFE.

La solución budista para terminar con el sufrimiento consiste en eliminar el deseo: sencillamente, no engancharse a ninguna serie, y esperar a que la repitan en algún momento de la presente generación (y que le pueda seguir la pista a las repeticiones, que ahí lo quiero ver). Lo cuál puede funcionar… hasta que en alguna fiesta uno se topa con dos o tres personas se ponen a hablar maravillas de una serie que usted no quiso ver, precisamente para no andar batallando. Y la envidia lo corroe.

Algo así me ocurrió con la serie “24”. La primera temporada empezó cuando un servidor vivía en Canadá, y de entrada el concepto me pareció interesante: todo lo que sucede, sucede en un solo día, en 24 horas. Cada programa ocurre en tiempo real: una hora de transmisión es una hora en los sucesos narrados. De manera tal que son 24 episodios por temporada, narrando un solo día en que se ponen en peligro vidas, corduras, ciudades y países enteros.

¿Ya detectaron el problema? Seguirle la huella a la serie implica 24 semanas consecutivas sin fallarle… ¡seis meses! Y claro, si uno se pierde una hora, va a toparse con que ya no entiende gran cosa, porque no sabe de dónde salió el pelón con la cicatriz o qué rayos andan buscando todos como locos. No como en las telenovelas mexicanas, que es fama uno puede dejarlas de ver dos semanas y luego retomarlas sin que gran cosa haya cambiado. Así que nunca me puse a seguirle la huella a “24”.

Por fortuna, un grupo de amigas se condolió de mí y luego de alabar la serie como textilero poblano, me regalaron las primeras dos temporadas en DVD. Lo cual es una delicia, porque uno puede verlas cuando le dé la gana, y tres o cuatro programas seguidos si le da la gana. Y, la verdad, nos picamos tanto (más bien mi mujer) que nos autorregalamos las siguientes dos temporadas. Y no, no estamos siguiendo la quinta, que ya se encuentra en las antenas con parche, perico y pata de palo. En vista de las ventajas del sistema de discos, nos vamos a esperar. Total, para el año que entra, que hay más tiempo que vida.

“24” es un ejemplo de lo que en mis años mozos hacía disfrutable a la televisión. El personaje principal es un agente antiterrorista bastante neuras y eficaz llamado Jack Bauer (Kieffer Sutterland), que a lo largo de una larguísimo día (cada temporada) ha de sortear miles de peligros, quién sabe cuántos obstáculos y problemas familiares de toda índole. En el proceso salva a la ciudad de Los Ángeles de ataques nucleares, virus patógenos, conciertos de la Onda Grupera y horrores parecidos, apelando a lo último de la tecnología, a que tiene unos éstos muy bien puestos y a la simple suerte.

En las primeras tres temporadas le ayuda a un candidato a la Presidencia que termina siendo el primer presidente negro (perdón, afroamericano) de EUA. Éste se halla casado con una auténtica arpía, manipuladora y ambiciosa, una especie de Martita Sahagún pero en inteligente (y en moreno), que se las ingenia para hacérsenos odiosa desde los primeros cuatro minutos en pantalla. Además, Bauer tiene que enfrentarse al secuestro de su familia, a que la hija se le pierda a cada rato, y a que la Unidad Anti-Terrorista para la que trabaja está más infiltrada que el equipo de campaña de Felipe Calderón.

El elenco resulta en general estupendo y todo el show bastante divertido y emocionante, aunque con sus detalles incoherentes. Por ejemplo, en cada temporada (o sea, un día) Bauer usa su teléfono celular unas seiscientas veces. Y jamás se le acaba la pila ni vemos que interrumpa una persecución para bajarse a comprar la tarjetita en un Oxxo. Pero bueno, globalmente la serie resulta una experiencia deleitosa y hasta adictiva. Como era, según recuerdo, la televisión cuando era niño, hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana.

Otro caso interesante es la serie “Over There” (Por allá), que transmite Movie City. Es la historia de un grupo de soldados americanos en Irak, y lo que les ocurre a sus familias mientras cumplen su servicio. La serie tiene dos características que creo vale la pena resaltar: es la primera vez que una guerra en curso es el tema de una serie de televisión. Y es de un realismo terrorífico: los americanos matan civiles, sienten miedo, y quedan mutilados porque algún alto mando no hizo su trabajo. Las esposas dejadas atrás se vuelven alcohólicas y empiezan a bailar recio en bares. Nada agradable, nada como para motivar a los que están “over here” (Por acá). Quizá por eso sus ratings decayeron notablemente en su primera temporada y se anunció que no habrá una segunda. Lástima. Era un instrumento crítico de gran agudeza.

Total, que si uno le espulga, todavía puede divertirse viendo tele (o bueno, programas de tele) sin sentimiento de culpa. Al menos, sin mucho sentimiento de culpa.

Consejo no pedido para sentirse en Alta Definición: vea las dos series aquí comentadas: no se arrepentirá. Y no vea la versión cinematográfica de “Perdidos en el espacio” (Lost in space, 1998), bodrio infumable al que ni los ojos de Heather Graham, ocupando media pantalla, pueden salvar. Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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