ASOCIACIÓN DE PSIQUIATRÍA Y SALUD MENTAL DE LA LAGUNA, A. C. (PSILAC)
CAPÍTULO INTERESTATAL COAHUILA-DURANGO DE LA
ASOCIACIÓN PSIQUIÁTRICA MEXICANA
(VIGÉSIMA TERCERA PARTE)
Una vez que hemos detectado la existencia de síntomas de cualquiera de los trastornos de ansiedad que se han mencionado en los meses anteriores, y que ya sea que nosotros mismos como padres o guardianes de ese niño o de esa niña decidamos buscar la ayuda profesional adecuada, o también porque las maestras, los maestros, nuestro pediatra o nuestro médico de cabecera, o cualquier otro agente en el campo de la salud nos haya orientado y canalizado a buscar tal ayuda, estaremos entonces en la mejor disposición de hacerlo. Tal vez hayamos leído algo por nuestra cuenta, buscado información en las múltiples fuentes existentes en Internet, consultado con familiares, amigos u otros profesionales, o simplemente que hayamos decidido llegar vírgenes a la consulta de algún especialista adecuado. Quizás la decisión de hacerlo no haya sido del todo fácil, sobre todo en el momento que nos mencionaron las palabras psicólogo o psicóloga, y mucho menos cuando se habló de un psiquiatra de niños, un término todavía tabú para tantos. Quizás nuestra educación y perspectiva más conservadoras y tradicionales, todavía no nos han permitido incluir tales vocablos en nuestro mundo, que desde el principio hasta llegan a sonar insultantes, ofensivos y agresivos, porque de ninguna manera podemos aceptar o concebir en el más mínimo de los casos la implicación de que nuestro niño o nuestra niña estén locos, ni aún menos el que nosotros como padres o adultos lo estemos, para solicitar tales servicios.
Posiblemente, y aún a pesar de la gran difusión que se les ha dado a estas profesiones en nuestros días, lo mismo en la prensa, en la radio, en el cine o en la televisión, para muchos padres y madres, ésta sigue siendo la primera barrera, en ocasiones muy difícil de superar e inclusive infranqueable, que suele ser la primera resistencia que enfrentamos para detectar tales trastornos y para recibir la ayuda profesional adecuada. Parece increíble que esa herencia medieval europea sobre la brujería, los conceptos demoníacos, la magia y la locura puedan seguir estando tan presentes en nuestros días muchísimos siglos después, e influyan todavía en nuestras formas de pensar cotidianas y populares, y en nuestras conductas. Es ahí donde nos damos cuenta de la profunda trascendencia que tiene la historia en nuestras vidas, y de cómo las experiencias de un pasado universal pueden dejar huellas tan intensas en nosotros, y que para bien o para mal nos alcanzan varios cientos de años después. Precisamente, es así como acontece en nuestras historias personales; el darnos cuenta de cómo las relaciones y las experiencias tempranas ya sea en el hogar con la familia, en la escuela, en las instituciones y en la comunidad y en la sociedad en general, van dejando sus huellas profundas e indelebles en la formación de nuestra personalidad, que se manifiesta a su vez a través de nuestros estilos de pensar, de sentir y de actuar. Lo queramos o no, lo aceptemos o no, la realidad es que estamos siendo esculpidos constantemente a lo largo de la vida, y el pasado y la historia de alguna o de múltiples maneras nos siguen forjando e influyendo en el presente.
Puede existir asimismo en nosotros como padres, una segunda resistencia para aceptar que nuestros hijos padezcan algún trastorno emocional, y que en muchos casos tiene que ver con esa la lucha de poder que tiende a presentarse entre el padre y la madre, secundaria además a los conflictos maritales que los mantienen unidos (aunque ello suene ilógico y contradictorio) o cuando menos a una distancia aceptable. Por un lado, uno de ellos puede aceptar que haya un trastorno en la criatura que necesita ser atendido, las más de las veces puede ser la madre, que en nuestra sociedad suele ser quien tradicionalmente se ocupa de la salud y la educación de los hijos. Sin embargo, con frecuencia su cónyuge tiende a rechazar desde el principio tal planteamiento y proposición, sea por considerarlo inadmisible e ilógico, o sea simplemente por oponerse a su pareja, puesto que ése es el sistema de vida o el estilo de relación que comparten. En el fondo y a veces inconscientemente, el significado de esta oposición y lucha de poder, se encuentra muy relacionado con el sentimiento de culpa que cada uno de ellos tiene con respecto al problema del hijo o de la hija. Es muy factible que en nuestra época, los padres nos sintamos culpables de cualquier cosa que les sucede a nuestros hijos, al pensar que somos los causantes directos de ello. Aunque en ciertos aspectos tenemos razón al pensar así, ello no es totalmente cierto, ya que cada ser humano desde el útero está expuesto a una multitud de factores que van a influir sobre él o ella, y que no necesariamente tienen que ver con la madre o con el padre, sino también se relacionan con los genes y la herencia, o con muchos de los aspectos ambientales, sociales y culturales que paralelamente están presentes en su existencia. Sin embargo, en tantas ocasiones, la madre puede sentirse culpable y responsable de la presencia de tales síntomas en la criatura, pero lo proyecta hacia su pareja para culparlo. Algo semejante ocurre en el padre, quien puede igualmente sentirse responsable o culpable, y a su vez lo proyecta en su esposa. El resultado de tal lucha de poder y de proyección de sentimientos de culpa puede convertirse asimismo en una barrera para no pedir la ayuda profesional necesaria, o cuando se busca, lo hacen no sólo para tratar de resolver el problema del hijo o de la hija, sino también para buscar un mediador que los ayude indirectamente a encontrar ayuda para ellos mismos como pareja, lo cual tampoco es siempre fácil de aceptar (Continuará).