Creíamos estar preparados para la democracia, pero no era cierto. Mientras otros países del mundo tenían toda una vida de exitoso ejercicio democrático, los mexicanos -¡parece increíble!- apenas vivimos en el año 2000 del siglo XX nuestra primer proceso electoral constitucional bajo un sistema que ha existido en el mundo desde el siglo VII antes de Cristo, cuando los griegos sabios caminaban, filosofaban y contemplaban el mar Egeo desde la costa de Jonia en los alrededores de Mileto.
Para los mexicanos la democracia fue un sueño mientras vivíamos en las dictaduras, pues resulta ordinario desear lo que no se tiene, aunque a veces lo tuvimos en las manos sólo para hacerlo pedacitos como los juguetes nuevos que suelen destruir los niños por no saber cómo manejarlos.
País independiente desde 1821, nuestro primer acercamiento con el sistema electoral democrático tuvo lugar en 1911, unos meses después de la renuncia y el exilio de don Porfirio Díaz, que se marchó a París hastiado de la treinta añera dictadura que él mismo había impuesto en la República. El pervertido uso de la democracia ganada por Francisco I. Madero degeneró pronto en abusos y excesos, el preciso marco social que requería el golpe de Estado fraguado por el coronel Félix Díaz, sobrino del presidente exiliado, por Victoriano Huerta, ambicioso y ebrio general de las Fuerzas del porfirismo y el canalla Henry Lane Wilson, tortuoso embajador de Estados Unidos ante el Gobierno maderista; revuelta que culminaría con el magnicidio de Madero y de José María Pino Suárez.
Pero si bien es cierto que el crimen fue vengado por Venustiano Carranza, quien reivindicó el estado jurídico de la República, más verdadero y doloroso resultó que el pueblo no logró ver en los años del siglo XX la realización de aquel viejo anhelo democrático, finalmente alcanzado en 2000, con la celebración de comicios libres, legítimos y respetados que validaron la elección de Vicente Fox Quesada como presidente de México, para los cuales el recién nacido IFE devino organizador y vigilante confiable mediante un acuerdo entre el Gobierno de Ernesto Zedillo y las Fuerzas políticas del país.
Ahora, en el año 2006, los mexicanos estamos dispuestos a asistir a nuestra segunda clase práctica de democracia. No con optimistas augurios, pues los candidatos en competencia por el Poder Ejecutivo del país no resultan ser los mejores que hubiésemos deseado tener. Serán engranes importantes en estas elecciones los ciudadanos, el Instituto Federal Electoral, los tres poderes del Gobierno nacional -y los estatales y municipales, más los partidos políticos- y tanto que si sólo uno de éstos llegara a fallar podría descomponer la transmisión de fuerza jurídica que mueve al proceso electoral. En ese riesgo estamos.
Los ciudadanos necesitamos constituirnos en el impulso toral de los comicios. Éstos serán tal cuales los queramos y hagamos; por lo cual es importante construir nuestra decisión electoral ya, desde ahora, en reflexión solitaria, silenciosa y acorde a la circunstancia histórica, económica, política y social que vive nuestro país. Decidamos a tiempo, sin la urgencia de estar frente a la urna, sabedores de que será nuestra voluntad la que puede encauzar al país hacia el desarrollo, el progreso, la civilidad y la justicia en su más amplia acción.
Nosotros, nuestro voto y nuestra capacidad de hacerlo respetar, puede hacer posible el Estado de Derecho que tanto soñamos, la distribución equitativa de la riqueza, la educación de las nuevas generaciones, la oferta de empleo a la que tienen derecho, así como a la salud y la seguridad jurídica para nuestras familias y patrimonios. El Instituto Federal Electoral responderá por la celebración de un proceso electoral impoluto, sin truculencias ni violaciones a la Ley. De la seriedad de su actuación dependerá el respeto que los candidatos y los partidos observen ante el resultado electoral que todos habremos que acatar rigurosamente, sin excepción.
Las autoridades civiles y militares, por su parte, deberán vigilar el orden y la paz social durante los comicios, a cuyo término el propio IFE certificará el triunfo de uno de los aspirantes, y en caso de conflicto esto lo hará el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyos fallos han sido hasta ahora respetables y respetados.
Tanto las dirigencias de los partidos políticos, como sus candidatos, deben ser solidarios responsables de la conducta de sus militantes y por ello tendrán que mantener una observación constante del proceso electoral. Quienes los representen en las casillas van a ser los primeros en observar el orden y en rechazar la violencia, cualquiera que ésta sea.
Hacer el proceso electoral del dos de julio una perfecta clase pública de democracia electoral debe ser, de hoy en adelante, la preocupación general de nuestras instituciones y nuestros ciudadanos. Hagámoslo posible.