La incomprensión deviene en intolerancia y ésta, a su vez, en odio.
A principios del presente mes, periódicos europeos publicaron satirizando la figura del profeta islámico Mahoma. El hecho provocó indignación en el mundo musulmán, la cual se ha traducido en protestas, manifestaciones de repudio y hasta la quema de embajadas.
Muchos europeos se cuestionan ahora: “¿por qué una simple e inofensiva caricatura les causa tanto escozor? ¿Acaso no conocen la libertad de expresión?”. Al igual que muchos musulmanes se preguntan: “¿por qué se mofan de nuestro profeta y ridiculizan nuestras creencias? ¿Acaso no conocen el respeto?”.
Un suceso aparentemente anecdótico se ha convertido en otro grave síntoma de la fractura milenaria que persiste entre Oriente y Occidente.
No hay nada de malo en que cada quien defienda lo que considere correcto. El problema se da cuando esa consideración es aceptada como la única posible. A esto se le conoce como fanatismo o fundamentalismo. Desde una posición fanática o fundamentalista, el otro diferente siempre estará equivocado y, por ende, la posibilidad de comprenderlo es nula; su presencia y la de sus ideas se vuelven incómodas, insoportables, intolerables. Entonces, la semilla del odio encuentra un campo fértil.
Desde hace mil años, el mundo reproduce un enfrentamiento interminable. Religión, ideología, economía, política e historia se han usado, para justificar cruzadas, guerras santas, invasiones de países, actos terroristas, asesinatos y torturas. Los bandos se han autoproclamado paladines de la democracia, defensores de la civilización, portadores de la palabra divina, liberadores del mundo; y se han acusado entre sí de infieles, antidemocráticos, servidores de Satán, amenazas a la paz mundial, y, curiosamente, de fanáticos y fundamentalistas.
Si el interés real de los gobiernos y las naciones es salvar sus añejas pero actuales diferencias, buscar el diálogo franco y evitar más conflictos, deben renunciar a la idea de que la única verdad es la suya, reconocer que los errores están en ambos lados y que la virtud no es patrimonio exclusivo de nadie. Sólo a partir de ahí es posible construir un puente que ayude a enriquecer las culturas hasta hoy enfrentadas.