Nada impide, pues, que sea más generoso el que da menos, si da poseyendo menos.
La generosidad es una noble virtud, y sólo puede ser generosa aquella persona cuya alma anteponga el decoro a la utilidad y al interés personal. Toda persona generosa, posee una verdadera grandeza de alma. La generosidad como virtud, constituye una aptitud y una disposición para llevar a cabo acciones adecuadas al ser humano. Esta virtud no es innata, no se nace con ella, sino que se adquiere con un ejercicio serio y duradero en el ser generoso. Se adquiere, al darse cuenta el hombre, que se trata de una disposición noble y virtuosa, y que en cambio, la disposición y acción opuesta como el quitar, obtener ventajas injustas, atesorar codiciosamente, constituyen vicios que envilecen y degradan al alma humana.
Cuando somos generosos, estamos practicando una noble y bella virtud, y como la virtud es la verdadera perfección del hombre, como lo dijo el teólogo alemán Kleinhappl, no puede existir sin ella una verdadera alegría. Todo codicioso y ambicioso innoble jamás podrá sentir una verdadera alegría. Podrá reírse, carcajearse abruptamente, pero nunca sentirse realmente alegre. Recordemos, como nos lo ha hecho ver Shakespeare y Dostoyevski, que existen hombres muy viles y malos, que con frecuencia ríen.
El verdadero generoso no espera, cuando da, que se haga realidad el refrán popular que dice: ?Hoy por ti, mañana por mí?. El generoso auténtico no está a la espera ni siquiera de la gratitud. Da, simplemente porque la nobleza de su alma le impide no dar. Cuando nos duele dar, no estamos siendo generosos, porque estamos prefiriendo nuestro dinero a la hermosa acción de dar. Y es que para ejercer la virtud de la generosidad, se requiere que el generoso goce de tres cualidades: que dé porque conciba que el mismo acto de dar está lleno de belleza espiritual; que al dar, lo haga con toda rectitud y honestidad; y que realmente sienta un placer al dar.
Para Aristóteles, la persona generosa jamás toma dinero de donde no debe, ni tampoco ?puede ser pedigüeño, porque no es propio del bienhechor recibir con facilidad dádivas. Pero lo adquirirá de donde debe, por ejemplo, de sus propias posesiones, no porque sea hermoso, sino porque es necesario, para poder dar?. La generosidad está en relación con nuestra hacienda, nuestros bienes, nos sigue diciendo Aristóteles, ?pues no consiste en la cantidad de lo que se da, sino en el modo de ser del que da, y éste tiene en cuenta la hacienda. Nada impide, pues, que sea más generoso el que da menos, si da poseyendo menos?. Sobre este particular, recordemos el pasaje del Apóstol Lucas (21, 1-4), pasaje en que Jesucristo alaba la generosidad de una viuda pobre, sin bienes, que dio más en el lugar donde se recogían las limosnas del templo de Jerusalén, que lo que en esos momentos daban como limosnas los ricos.
Nos recuerda Critilo, que tampoco como padres mostramos ninguna generosidad cuando le damos bienes en abundancia a nuestros hijos, como resultado de profundos sentimientos de culpa, al no darles lo que nuestros hijos en el fondo de sus corazones quisieran de nosotros: nuestro tiempo junto a ellos, nuestro apoyo en sus sueños y proyectos. El dar dinero a otros con la intención de obtener ventajas, jamás será un acto de generosidad. La verdadera generosidad es tan pura y transparente, que toda persona la siente en su interior; al igual que toda persona que recibe con la maliciosa intención de obtener ventaja de su aparente bienhechor, su corazón le dice que lo quieren compensar por algún mal recibido, o que simplemente lo quieren comprar barato en el presente, para cobrarles después, caro en el futuro. ¡Creámosle a Goethe! ?Solamente es feliz quién puede dar?.
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