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PAN: continuidad, no cambio/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

En realidad, el cierre de la campaña presidencial panista ocurrió no el domingo en el estadio Azteca, ni el martes en Cuernavaca o Tlaxcala, sino anteayer en la sesión de la Comisión Permanente del Congreso. Como han hecho en ocasiones memorables -la conversión del Fobaproa en IPAB, por ejemplo- legisladores del PRI y del PAN mostraron su identificación profunda. Si ya habían entregado a los consorcios de la televisión una Ley que asegure sus intereses por generaciones, el 27 de junio les obsequiaron el órgano rector. Tuvieron la inverecundia -eufemismo que empleo para no acudir a su equivalente más crudo, la desvergüenza- de no sólo aceptar la designación de profesionales dependientes del duopolio, sino de dos senadores activistas de la nueva legislación. Puesto que Felipe Calderón es el candidato de la continuidad (según su propia admisión de los hechos) esa cesión del poder público a los poderes privados le es atribuible.

En los dos procesos en que participó en el último año, Calderón vino de atrás para adelante. En el interno, para ganar la candidatura de su partido, parecía superado por Santiago Creel, el aspirante favorito del presidente Fox. Hace un año, al cabo de un junio en donde el ya ex secretario de Gobernación echaba la casa por la ventana, su posición parecía imbatible. Pero cuando en septiembre y octubre se realizaron las jornadas electorales había cundido ya la noticia de su apuesta a favor de Televisa, al concederle autorizaciones para casinos. (Ya está en operación, por cierto, el casino cibernético. Ya se pueden realizar apuestas vía Internet. Esa es también parte de la continuidad de que se beneficia y que lastra la candidatura de Calderón).

No sólo la conciencia ética de los panistas resolvió el dilema interno a favor del ex líder panista. Su equipo de campaña le dio una ayudadita. En Tantoyuca, por ejemplo, donde un alcalde-cacique se había arrojado en brazos de Creel, Calderón contrarrestó el dispositivo oficial con brigadas al mando del operador ex priista Arnulfo Montes Cuen. No sólo allí optó por la línea dura: una semana después un irritado Alberto Cárdenas lo increpó y denunció su falta de autoridad moral por lances semejantes.

Cuando al final obtuvo la candidatura, Calderón emprendió un camino cuesta arriba. La exposición ante los medios que le brindó su victoria sobre Creel lo situó en buenas condiciones: en noviembre pasado una encuesta de Reforma lo mostraba casi en empate con López Obrador. Pero al comenzar las campañas en enero siguiente se abrió la distancia entre el permanente puntero en los sondeos de preferencias electorales y el candidato panista. En marzo hubo encuestas (no las suyas, a las que alude a menudo) que daban a López Obrador diez puntos de ventaja sobre Calderón, pero durante abril, mayo y todavía comienzos de junio los papeles se invirtieron. En estos días aún, la última encuesta de Gea-Isa, si bien es la única en establecer esa jerarquía, lo muestra en el primer lugar, con 33 por ciento contra 31 a favor de López Obrador.

El vuelco mostrado por las mediciones se debió a varios factores, unos atribuibles al candidato perredista (especialmente su desdén autoritario asestado al presidente Fox) y otros surgidos del cambio de estrategia en el campo calderonista. Por un lado, su equipo fue reforzado por efectivos llegados desde el Gabinete mismo. En especial sobresale la inclusión de Josefina Vázquez Mota y Florencio Salazar Adame, operadores de programas gubernamentales susceptibles de ofrecer clientelas electorales. Por otro lado, junto a la propaganda negra, el presidente Fox se lanzó a la pelea sin embozo ni recato. Utilizando la enorme capacidad de difusión de la Presidencia, en mensajes ostensiblemente propagandísticos y en discursos que pretendían no serlo, Fox arropó a su candidato (no lo era, pero al final lo es) con el ritornelo de la continuidad.

Calderón parecía renuente a admitirse como heredero del foxismo, como cabeza de un Gobierno que prolongara el que está por marcharse (hoy jueves faltan 154 días, según cuentan los exasperados) pero ha terminado por rendirse. Todavía pretendió resistir mediante una fórmula dialéctica, expresando que era el candidato del cambio y de la continuidad, dilema irresoluble como el de la institucionalidad de la revolución priista. Calderón había preferido aparecer como proponente de una política diferente de la de Fox, y en algunos temas sigue haciéndolo (como cuando anuncia la reducción en precios y tarifas de energéticos, en que sigue a su adversario más acérrimo), pero acaso calculó que le es más provechoso ser jinete del mismo caballo que ha montado Fox. Tal decisión vino aparejada con la errónea de convertirse en candidato rijoso que denuncia la ajena proclividad a la riña.

Calderón olvidó el grave error que en esos mismos términos cometió su maestro y amigo Carlos Castillo Peraza. Éste pudo haber hecho en 1997 una campaña de alta política cuando aspiró a gobernar el Distrito Federal. En ese terreno superaba a sus contendientes, pero se dejó ganar por las malas pasiones y protagonizó reyerta tras reyerta. Perdió así la peculiaridad que le hubiera sido rentable y entró en un terreno que lo hizo descender hasta el tercer lugar. Calderón hubiera podido genuinamente asumir el papel que de dientes para afuera adoptó Roberto Madrazo, el del candidato sensato. Pero se sintió protagonista de los corridos que le gustan y se ufana, en mala hora, de “traer la sangre caliente”.

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