Gracias a los avances tecnológicos del tercer milenio se torna fácil acceder a noticias de todo el mundo; hasta en el más recóndito pueblo existe una computadora con Internet -Fox prometió lo mismo pero seguimos esperando-. Te escribo, querido y nunca bien ponderado lector, desde una España dividida por regionalismos, movimientos separatistas, y ni qué decir acerca de las oleadas de inmigrantes que con su sola presencia trastocan todos los ámbitos de la vida en la península ibérica. Y es que este viaje, más que ninguno, ha representado para mí la oportunidad de sentir en carne viva cuán revuelto se encuentra el mundo.
Creo que la gran enfermedad mental de este siglo será, sin duda, el fanatismo. El fanatismo lo entiendo como una absoluta intolerancia hacia eso o aquello que difiere de nuestras costumbres o forma de vida. Dicho esto, ojalá nos demos cuenta que tal condición no sólo ocurre en países de Oriente Medio o es propio de sociedades barbáricas: la intolerancia que sentimos por el otro, el odio característico del racismo o la discriminación hacia las minorías se dan a cualquier hora, en cualquier parte. Pues bien, que aquí nos proponemos a reseñar las últimas andanzas de un hombre presa del dogma absurdo.
Hace unos días arribó a Viena el presidente norteamericano George W. Bush. Salvo contados casos –Fidel Castro en primer plano- no muchos personajes son capaces de causar tales sentimientos de rabia, encono y crítica destructiva. Ejemplo iconográfico de la generación denominada “baby boomers” (aquellos nacidos después de la Segunda Guerra Mundial), Bush creció dentro de un entorno privilegiado –pocas clases tan selectas como la élite norteamericana- y seguramente fue influido por un padre conservador que le inculcó la firme creencia de una América fuerte y unida que dictaminase el orden mundial. Tal teoría no es otra más que la del “Destino Manifiesto”.
Pero no vamos a hacer aquí ninguna regresión, sino a hablar de la historia reciente. Hablemos pues de un presidente que se ha caracterizado por sus tropiezos internacionales de la misma forma en que hoy es ilustre por los errores domésticos. Tan sólo el año pasado los bonos de popularidad del presidente Bush cayeron de forma alarmante a partir del fiasco de los huracanes y la manera torpe en la que las instancias gubernamentales reaccionaron. El norteamericano promedio no vio a un líder, mucho menos a un jefe de Estado al mando; su imagen fue la de un hombre torpe e insensible a las necesidades de un pueblo. Con el huracán Katrina caería el viejo mito “de que en Estados Unidos no existe la pobreza y el racismo es un mito genial”. (Eso de mito genial es frase acuñada por el ilustre Pedro Aspe al responder a cuestionamientos sobre el número de pobres en nuestro país).
La soberbia llega a los altos niveles. Bush piensa en Estados Unidos en términos de país que funja como epicentro. Aunque el terrorismo moderno se caracteriza por no respetar fronteras y en verdad existe un peligro inminente, hoy muchos no entienden cómo es posible que los eventos del 11/S –dolorosísimos por cierto- tomaron el cariz tan penoso pues además de las bajas en las Torres Gemelas y El Pentágono, también se sumaron los caídos en Afganistán, Irak, más lo que se acumule. Toda guerra es absurda y cuestionables también lo son sus fines, sin embargo, la actual contienda es comparable a Vietnam.
Digo, caray, ¿cómo pretender imponerle a una nación autónoma y ancestral nuestros usos y costumbres sin que sus habitantes muestren reticencias? ¿En qué momento fue consultada la comunidad internacional? ¿Dónde están las armas de destrucción masiva de las que tantas veces hablaron Colin Powell y Donald Rumsfeld? Si antes nos referíamos a la “fatiga Clintoniana” ahora podemos decirnos hartos del unilateralismo de la actual Administración.
Pero dentro del equipo del actual mandatario no todo es miel sobre hojuelas. A través de filtraciones a la prensa y otros métodos menos ortodoxos, miembros del Gabinete y otros ocupantes del primer círculo han manifestado su desacuerdo a continuar por la misma senda y expresan sus dudas sobre la política actual. Bueno, es que Bush parece víctima de la obsesión, tan común en algunos –o casi todos- los presidentes: su legado histórico. ¿Y cómo será tal legado? ¿Cuál será el recuerdo que nos llevemos de Bush? El tiempo pondrá en perspectiva las cosas.
Para leer a Bush no es necesario el análisis de fondo característico del erudito de biblioteca. Si queremos comprenderlo es necesario entender cuál ha sido la fórmula: para ganar la elección, crea una diversión. Con ello no estamos diciendo, como lo hacen varios locos sicóticos de esos que inventan teorías por doquier, que el presidente se haya sacado de la manga la guerra para preservarse en la Presidencia. Eso sí, ¡Qué bien le sentó!