Cuando se cruza la frontera de los treinta años de edad a uno le queda clara una cosa: que cuando se es joven se cometen muchas tonterías. A medida que nos vamos haciendo viejos, vemos los actos realizados en nuestras primeras tres décadas de deambular por este Valle de Lágrimas con una mezcla de incredulidad, indulgencia y algo de humor socarrón: ¡ah, cómo hace uno estupideces en sus años mozos!
Por supuesto que hay de tonterías a tonterías. La irresponsabilidad, la inconciencia y el sentimiento de invulnerabilidad pueden conducir a simples travesuras, que luego serán recordadas hasta con cariño; o a auténticas tragedias de enorme trascendencia, que pueden ir de embarazar a la novia a los dieciséis años hasta apachurrar a un pobre peatón por andar manejando borracho.
La verdad es que cuando se es joven, bello e indocumentado, uno cree poder comerse el mundo, que tiene todo el tiempo por delante y que nada malo puede ocurrir(le). Generalmente nos salimos con la nuestra, y añadimos esos hechos (bueno, de los que nos acordamos) al morral de eso que se da en llamar “experiencia”. En ocasiones las cosas no resultan como queríamos y quienes tenemos una remota noción de la conciencia a veces seguimos lamentando ciertas decisiones cuatro o cinco sexenios después. En todo caso, habría que tener en cuenta esa curiosa sicología de la inexistencia de las consecuencias (que, pensándolo bien, es también problema nacional de nuestra clase política) para tratar de entender muchos de los ilógicos patrones de conducta de adolescentes y adultos jóvenes.
Todo ello viene a cuento por la tormenta que se ha desatado en torno a las confesiones que el escritor y dibujante Günter Grass hizo en su recientemente editado libro de memorias “Pelando la cebolla” (en el sentido de que va mostrando poco a poco su interior): que en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuando él tenía 17 años, formó parte de las Waffen-SS, la rama combatiente de las terribles y detestadas Schutzstaffel, el cuerpo de élite de Hitler… y responsable del funcionamiento de los campos de la muerte, entre muchas otras tareas desagradables, que le valieron a las SS (junto a la Gestapo) el ser la organización más temida y odiada de Europa.
Que un Premio Nobel de Literatura, enconado revisionista del pasado alemán y miembro notable de la izquierda crítica europea venga resultando miembro de un cuerpo identificado con los excesos del nazismo, cayó como balde de agua fría entre mucha gente que siempre lo había admirado. El partido gobernante de Polonia solicitó que se le retirara su ciudadanía honoraria de Gdansk (Danzig), donde naciera cuando ésa era una Ciudad Libre, una de tantas mafufadas del Tratado de Versalles.
Otras voces se alzaron reclamando por qué venía haciendo semejante confesión sesenta años después. No faltó el exaltado que solicitara se le privara del Premio Nobel. Total: circo, maroma y teatro por lo que un joven atolondrado, llamado a defender a su país ante el asalto de los soviéticos y sin tener mucho poder de decisión que digamos, hizo hace seis décadas. ¿Es justo?
Toda proporción guardada, podríamos comparar este asunto con la revelación, hecha poco después de su ascenso al Trono de San Pedro, de que Joseph Alois Ratzinger (mejor conocido entre la raza como Benedicto XVI) había servido en una unidad antiaérea de las HitlerJügend, las Juventudes Hitlerianas, durante algunos meses también al final de la Guerra (Grass y Ratzinger son de la misma camada: nacieron con meses de diferencia en 1927). Benedicto alegó que en el III Reich no había de otra: se tenía que ser parte de algún tipo de organización partidista en algún momento y que hasta eso, él pudo zafarse del compromiso con relativa presteza. Pero como dicen las lenguas viperinas: calumnia, que algo queda. Especialmente si la acusación tiene visos de verdad, por simple reflejo condicionado.
De nuevo: ¿se vale echarle en cara a alguien lo que hizo cuando esa cara estaba repleta de espinillas? El día de hoy ¿no serían legalmente menores Grass y Ratzinger en el momento de sus acciones bélicas y por tanto resultaría imposible fincarles responsabilidades? ¿No se hallaban en una situación límite (una guerra perdida) y actuando a las órdenes de un sistema desquiciado, que además había dominado vida y pensamientos de la población durante más de una década? ¿Qué joven alemán de su edad se salvó de tener participación, de una u otra forma, en la defensa de ese régimen demencial? Como puede verse en la película “La Caída”, los últimos baluartes de Berlín fueron ocupados por chiquillos de 12-14 años de las HitlerJügend, peleando con las uñas por un Führer del que toda su vida les habían dicho era su padre.
Por supuesto, no faltará quienes aleguen que una cosa es ser de las HitlerJügend, una especie de boy-scouts racistas y con novatadas más gachas; y otra el pertenecer a las Waffen-SS, con esas temibles iniciales. Para emitir un juicio mínimamente objetivo, habría que hacer varias consideraciones.
En primer lugar, según propia confesión, a Grass no se le dio a escoger. Habiendo sido rechazado por la Marina cuando se quiso enlistar en un submarino (como buen hijo de Danzig), fue llamado a filas cuando las reservas de la Wehrmacht ya estaban formadas por menores de 18 y mayores de 45 años. Y sin que le preguntaran su opinión, lo engancharon en una unidad antitanque de las Waffen-SS. Grass confiesa que en esos momentos se sintió orgulloso: después de todo, le había tocado servir en un cuerpo de élite. Imaginó que iba a ligarse a dos-tres rubias güenonas… y ya. Como tantos alemanes de aquella época, asegura haber ignorado los crímenes cometidos por los uniformados de negro y con la doble runa. Vio poco combate y decidió ocultar al público aquel detalle de su vida.
En segundo lugar, Grass no participó en ningún crimen de guerra ni nada parecido. Hacerlo responsable de lo que habían hecho sus colegas en el pasado es éticamente discutible: algo llamado culpa colectiva, sobre lo que han discutido muchos filósofos y en lo que el cristianismo ha ocupado mucha tinta y saliva.
¿Y saben qué? La culpa es individual. La responsabilidad es individual y no retroactiva. Grass fue una víctima de las circunstancias. Y una víctima con todo el atolondramiento de un adolescente cogido en el maremagnum de una guerra dirigida por fanáticos y sicópatas, que no dudaban en colgar de los postes por desertores a los sensatos que querían vivir; y que mandaban niños a ser aplastados por los tanques soviéticos (que les complacían con particular gusto y contento).
Así pues, creo que en este caso se hizo una tormenta en un vaso de agua. Es muy fácil juzgar cuando no se han vivido situaciones límite. Los pecados de juventud, sobre todo cuando no se tiene el menor poder de decisión, deben ser vistos con cierta benevolencia. Y si ese joven creció para darnos auténticos monumentos de la literatura del siglo XX, aunque ello no constituya un atenuante, pues…
Consejo no pedido para sentirse rodaballo: Lea la impresionante “Trilogía de Danzig”, formada por “El tambor de hojalata”, “El gato y el ratón” y “Años de perro”, de las mejores fábulas que sobre la guerra se hayan escrito jamás; y una manera genial de aproximarse a lo ocurrido en Alemania cuando fue cautivada por un desquiciado… y se negó a crecer. Y vea la adaptación cinematográfica de la primera (Die Blechtrommel, 1979), bastante-bastante interesante. Provecho.
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